Capítulo 37
«Adiós mami»
La mañana llegó arrastrándose, gris y perezosa, como si el mismo bosque sintiera el peso de lo ocurrido durante la noche. Los primeros rayos de sol apenas rozaban las hojas mojadas cuando Nicolás abrió los ojos, aunque en realidad no había dormido en toda la madrugada.
Estaba acostado sobre su colchoneta, inmóvil, con la mirada fija en el techo de la tienda de campaña, sintiendo cómo cada sonido a su alrededor era un recordatorio punzante de su fracaso.
Los grillos, ahora reemplazados por los trinos de los pájaros, parecían cantar sobre su desgracia. El murmullo suave del río era como un eco de su tristeza, arrastrándose sin piedad por sus pensamientos.
A su lado tenía su mochila pequeña que reposaba, intacta. La había preparado en silencio horas antes, en la oscuridad, mientras su mami y André reían y conversaban junto a la fogata.
Él los había observado desde un huequito de la tienda, viendo cómo ella sonreía de una forma que hacía tiempo no veía. Una sonrisa serena, de esas que le dolían en el pecho.
No era para él esa sonrisa. Era para André.
Y eso le partía el alma.
Había fracasado. No importaba cuánto esfuerzo pusiera, cuántos planes tramara, cuántas veces intentara separarlos: su mamá ya no era solo suya. Peor aún, estaba seguro de que planeaban mandarlo lejos. Muy lejos. A un internado que duraría un año completo. Una eternidad para alguien como él.
—Un año… —susurró apretando las manos sobre su pecho, donde sentía que algo enorme y doloroso crecía—. No me quieren… quieren deshacerse de mí…
La idea era tan amarga que le provocaba un nudo en la garganta. Recordó las palabras que había escuchado sin querer la noche anterior, las voces apagadas por la lejanía pero claras como cuchillos.
«Es un buen niño, Marie. Tal vez le vendría bien un tiempo en el campamento. Aprendería a ser más independiente, hacer amigos…»
«¿Más independiente? ¿Alejarlo de mí? ¿Cómo pudiste sugerir eso?». Eso era lo que su mami debía haber dicho. Eso era lo que él esperaba oír.
Pero en cambio, ella había suspirado largo y había dicho: «Tal vez tengas razón…» Y eso lo había destrozado.
No entendía todo lo que estaba pasando. No sabía exactamente qué hechizo había lanzado André sobre su mamá para que ella se olvidara de su promesa, esa que siempre le hacía cuando lloraba por las noches. «Siempre estaremos juntos, mi amor. Nadie nos separará».
Pero estaba claro que ahora había cambiado. Y él no podía quedarse a estorbar. No quería obligarla a elegir entre ellos.
Si su mamá iba a ser feliz con André, si lo que querían era que se fuera… él lo haría. Aunque le doliera tanto que parecía que el corazón se le haría trizas dentro del pecho.
Con movimientos lentos, tratando de no hacer ruido, se sentó sobre la colchoneta. Se puso sus zapatillas gastadas, esas que tenían los cordones deshilachados y que su mami había prometido remendar.
Tomó su mochila, la revisó una última vez, había unas galletas, una botella de agua, su cobija favorita, la linterna pequeña y un peluche raído que había escondido a propósito para que no lo obligaran a dejarlo.
Su plan era sencillo: se escabulliría mientras los adultos estaban ocupados.
Desde la tienda, podía escuchar sus voces en el claro del campamento. André estaba armando algo, golpeando madera y riendo de vez en cuando. Marie hablaba en voz baja, tan dulce como siempre. Para cualquiera habría sonado normal, familiar, incluso acogedor.
Para Nicolás, era la confirmación de su peor miedo: ya no lo necesitaban.
Se levantó de puntillas, empujando suavemente la cremallera de la tienda. El aire fresco de la mañana le azotó el rostro, haciéndole parpadear. Todo olía a tierra mojada, a leña, a hojas recién sacudidas por el rocío.
Miró a ambos lados. Nadie lo había visto. Sus manos pequeñas apretaron con fuerza las correas de su mochila.
«No lloraré», se prometió a sí mismo, cerrando los puños hasta que sus uñas se le clavaron en la piel.
«No lloraré, no lloraré, no lloraré…».
Y entonces, con pasos sigilosos, se internó en el bosque.
Los árboles parecían gigantes silenciosos observándolo con tristeza. El suelo estaba resbaladizo en algunas partes, crujiente en otras, cubierto de ramas rotas y hojas secas.
Nico avanzaba con la cabeza baja, como si el mismo bosque supiera que estaba huyendo. Que estaba abandonándolo todo.
Cada cierto tiempo, se giraba para mirar atrás. Esperaba, tal vez, escuchar la voz de su mamá llamándolo. Esperaba que ella corriera tras él, lo abrazara fuerte y le dijera que todo había sido un malentendido, que lo amaba más que a nada en el mundo y que no dejaría que se fuera a ningún internado.
Pero el bosque solo le respondía con su silencio.
Siguió caminando, arrastrando los pies, con la mochila pesándole como un ancla sobre la espalda pequeña. No sabía muy bien a dónde iba. Solo sabía que debía alejarse. Que era mejor así.
#1233 en Novela romántica
#472 en Chick lit
#419 en Otros
#166 en Humor
hombre de negocios, pequeños genios traviesos, amar otra vez
Editado: 28.04.2025