Capítulo 40
«¿Libertad?»
La mañana comenzó con una mezcla incómoda de silencio y pasos apresurados. Marie preparaba el desayuno sin decir mucho, sus manos se movían con una eficiencia que solo delataba su nerviosismo.
Cada vez que miraba a Nico terminando de guardar su maleta, algo dentro de ella le gritaba que lo detuviera, que le dijera que no hacía falta, que podían quedarse en casa, armar experimentos en la cocina, hacer campamentos en el patio trasero o cualquier otra cosa que no implicara soltarlo por completo.
Pero, al mismo tiempo, sabía que no podía seguir protegiéndolo del mundo solo porque le daba miedo que el mundo lo lastimara.
André entró a la cocina con su habitual sonrisa tranquila, la que siempre usaba cuando sabía que alguien estaba a punto de desmoronarse. Con un tono ligero, casi burlón, comentó:
—¿Lista para dejar volar al polluelo?
Marie lo fulminó con la mirada, aunque agradeció, en silencio, que él intentara quitarle un poco de peso al momento.
—No es un polluelo, es mi hijo —respondió ella con un suspiro largo—. Y no estoy segura de que esté listo para volar.
—Bueno, podemos amarrarlo al nido… aunque me temo que ya aprendió a saltar —bromeó, dándole un sorbo a su café.
Nico apareció en la puerta con la mochila colgando de un solo hombro y su manta favorita —la misma a la que llenó del perfume de mamá— bajo el brazo. No dijo nada, solo los miró con una mezcla de valentía y miedo, como si supiera que este era uno de esos momentos que uno recuerda cuando es adulto.
—¿Listos? —preguntó André.
Nico asintió con solemnidad, y Marie, después de dudarlo unos segundos, también.
El viaje hasta el campamento fue silencioso a ratos y, en otros, interrumpido por André, que intentaba mantener el ambiente ligero contando historias de sus propias experiencias infantiles, la mayoría de ellas probablemente inventadas para arrancarle una sonrisa al niño.
Marie conducía con el ceño fruncido, los nudillos blancos sobre el volante cada vez que el campamento se acercaba más en el GPS.
Cuando por fin llegaron, la visión fue… abrumadora.
Un grupo de niños corría de un lado a otro, algunos cargando mochilas gigantes, otros ya con batas de laboratorio o con gafas de seguridad que claramente no necesitaban aún. Había risas, gritos, carreras descontroladas y adultos intentando poner algo de orden, aunque sin mucho éxito.
Nico bajó del carro lentamente, como si acabara de aterrizar en un planeta desconocido y no supiera si el aire era respirable.
—¿Quieres que te acompañemos hasta la entrada? —preguntó Marie, con la voz un poco temblorosa.
—No… —dijo él, aunque no sonó tan convencido—. Puedo ir solo.
Pero no dio un paso. Se quedó ahí, mirando el caos frente a él, las voces mezcladas, los grupos ya formados. Buscó a Alex con la mirada, pero no estaba. Solo había niños extraños, niños ruidosos, niños que parecían moverse con la seguridad que a él le faltaba. De repente, el pecho comenzó a dolerle un poquito.
André se agachó hasta quedar a su altura.
—Oye… no tienes que hacer todo el primer día, ¿ok? Puedes observar, conocer, y si algo no te gusta… pues lo cambias a tu manera. Pero no te vayas sin intentarlo.
Nico lo miró en silencio. No le gustaban esas frases motivacionales, pero por dentro reconocía que lo estaba intentando. Marie, por su parte, se inclinó y lo abrazó fuerte, tan fuerte que casi no lo deja respirar.
—Te amo, Nico. No olvides eso nunca. Si algo te incomoda, me llamas. Estoy a un mensaje de distancia.
—Lo sé, mami —susurró él, mordiéndose el labio inferior.
Cuando por fin cruzó la puerta del campamento, ellos lo siguieron con la mirada. André puso una mano sobre el hombro de Marie, en silencio. Ella suspiró, sintiéndose al borde del llanto.
—¿Crees que estará bien? —preguntó finalmente.
—Va a estar mejor que bien. Solo necesita un poco de tiempo. Y quizá… un buen amigo que lo saque de su cabeza.
Ella esbozó una pequeña sonrisa, agradecida por su compañía en ese momento.
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Dentro del campamento, Nico intentó pasar desapercibido, pero no fue fácil. La mayoría de niños hablaba en pares o grupos, compartían bromas que él no entendía o ya conocían a alguien del año anterior.
Se sentó en una banca cerca del laboratorio improvisado, sacó su cuaderno y comenzó a anotar observaciones sobre el comportamiento social infantil, casi como si fuera un estudio antropológico. Fue entonces cuando escuchó una voz conocida, fuerte y despreocupada:
—¿Sigues con esa cara de funeral o ya decidiste disfrutar el campamento?
Levantó la mirada y ahí estaba ella. Alex, con su cabello revuelto, su camiseta llena de estampados raros y esa sonrisa que parecía desafiarlo constantemente.
—Llegas tarde —dijo él, sin saber por qué eso fue lo primero que le salió.
—Me perdí buscando la entrada… y luego estaba persiguiendo a un gato. Larga historia —hizo un gesto con la mano como restándole importancia—. ¿Y tú? ¿Ya te aburriste?
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hombre de negocios, pequeños genios traviesos, amar otra vez
Editado: 07.07.2025