Abro los ojos. La luz de la ventana ilumina el pecho que me cobija entre las sábanas. Elevo la mirada y entre las pestañas sus pupilas me devuelven el gesto. Qué escena tan perturbadoramente romántica. Ojalá fuera digna de corresponder a esos regalos de la vida.
Veo como su melena despeinada hace sombra sobre mí, como pretende acercar sus labios para quemarme con un beso etílico. Y lo esquivo. Y la palma de su mano me da vuelta la cara con una cachetada.
Ya no tiene miedos. Ya no tiene culpas. No lo invade en absoluto el deseo de conservarme viva para borrar infiernos. Y me aplasta y me quiebra y me mata apasionadamente para hacerme suya de nuevo. Si algún día tienen que buscarme, ya saben dónde he quedado. Si algún día quieren encontrarlo, busquen debajo de mis uñas.
Cierro los ojos. EL dolor me transporta a otra dimensión donde puedo verlo completamente enamorado, donde sus besos resucitan destellos de muerte con gusto a paraíso. Donde todavía queda un poco de ese amor desmesurado que lo lleva a la locura. Donde da lugar con una embestida a una nueva vida que más tarde se consumirá en las llamas que invaden el refugio de Eva. Y lo escucho proferir la más grande traición: su nombre.
Atrapo sus labios con los míos y los muerdo hasta que el gusto a metal invade mi boca y la suya en un juego inoportuno. Quizás algún día su sangre sea suficiente para embriagarme.