La confusión inicial hizo que se sumiera en un estado de sopor; fue como si su cabeza se desconectara del cuerpo, y los pensamientos mismos siguieran un curso distinto a la realidad. Todo eso estaba sucediendo, pero a otra persona, no a él, y su cuerpo seguía siendo un cascarón vacío que no sentía, y al mismo tiempo se estremecía de dolor y angustia.
La golpiza en la cárcel fue mucho más intensa de lo que él mismo hubiese podido decir en otras circunstancias, pero pasó de la misma forma impersonal y ajena que todo lo que había pasado en el transcurso hasta llegar a ese sitio. Los hombres del lugar, enardecidos por el horrendo crimen, gritando consignas de justicia en un recinto que estaba habilitado para quienes no la respetaran, sus gruñidos traspasando las paredes. Un lugar frío y cercado con altas púas y cámaras de seguridad para asegurar que se cumplieran los dictámenes de la ley, en donde otros se abalanzaron sobre él; pero a diferencia de lo que, de seguro, ocurría en otras situaciones, no escucharon súplicas ni llantos, ni se vieron enfrentados a la más mínima resistencia. En cambio, tuvieron carta libre para tomarlo entre sus manos y descargar su furia, en golpes controlados pero fuertes; sabían que, en cierto sitio, el ojo vigilante de los gendarmes estaba sobre ellos, y que si se pasaban de la raya, les quitarían el juguete nuevo, de modo que actuaron con furia controlada, dejando en claro qué era lo que opinaban de él, pero sin actuar más allá. Incluso la primera noche pareció tranquila, tendido sobre un camastro sucio, con gritos y groserías resonando en los oídos hasta que perdió el conocimiento.
El segundo día fue de una calma extraña, no advertida pero sí real; cuando cierto número de sujetos entraron en la celda, aún era como si todo eso estuviera pasándole a alguien más, como si los golpes no pudieran dañarlo más, y es que en realidad no podían, porque en su interior ya tenía todo el dolor y la ruptura posible, no quedaba sitio para nada más.
Aunque sí hubo dolor: las voces altas de ofensa, mancillando el honor del pequeño, con acusaciones obscenas en contra del padre, hicieron que algo se removiera en su interior, lo suficiente para luchar contra los golpes y tratar de erguirse, no por defenderse de forma personal, sino por enfrentar algo que manchaba todavía más los recuerdos que conservaba en su poder. Aceptaba los golpes y sabía que no podía ni tenía el derecho de negarse a ellos, pero la obscenidad estaba fuera de ello porque dañaba algo que era de verdad puro, algo que ni la muerte podía lacerar.
Pero las murmuraciones a lo largo de la noche anterior habían surtido efecto, y al no haber nada en un hombre golpeado y humillado que pudiese defender una verdad imposible de demostrar a pesar de ser cierta, las consecuencias vinieron después. El ataque físico fue una invasión, los hombres sometiéndolo boca abajo contra el colchón del camastro fue una nueva humillación, que de manera retorcida convertía en real lo que antes eran sólo palabras. En ese momento sí luchó por liberarse, pero la fuerza de esas manos era más intensa, e imposible de contrarrestar sólo por él. Las manos lo sujetaron a la cama, se convirtieron en prensas sobre la cabeza, oprimiendo la cara contra la tela sucia y mal oliente del colchón, mientras otras eran sogas alrededor del cuello. Otras manos en tanto, rasgaron la ropa que cubría su cuerpo, acercándolo a un nuevo nivel de humillación, en una habitación cerrada, una reja abierta, oídos atentos a los rugidos del justiciero montado sobre él.
"Te voy a hacer a ti, lo mismo que le hiciste a tu hijo; vas a sentir lo mismo todas las veces que yo quiera, las veces que los demás quieran. Tú, rubiecito hijo de puta, vas a ser mi puta, hasta que yo quiera."
El hombre era fuerte, sus manos presionaron de forma adicional su cara contra la cama, mientras el susurro salía de su boca con un aliento cargado de odio, de un aroma a combustible fruto de las mezclas prohibidas de la cárcel. Alguien terminó de exponer su cuerpo mientras dos, tres o más personas lo sujetaban, en medio de un silencio que era la antesala y la espera de lo que iba a suceder. En un sitio como ese, donde la justicia había reunido a personas que estaban fuera de ella, la justicia propia era como un látigo en manos de un tirano, guiado por las ansias de saciar una sed que jamás sería satisfecha. Algo en su interior se activó, un sentimiento primigenio de auto preservación, que iba más allá de los sentimientos; su instinto hizo que contrajera los músculos, que intentara evitar lo inevitable, resistir las manos que separaban sus piernas ahora desnudas. La lógica diría que, ante esa presión, ante la amenaza y la evidente fuerza física superior, debería rendirse, dejar que el cuerpo se relajara, para disminuir lo más posible los daños que sin duda le serían infligidos; pero, en esa situación, lo que más pudo fue un sentimiento incontrolable de auto preservación. Sintió más manos obligándolo a adoptar una posición cómoda para el que estaba sobre él, y cerró los ojos.
—¿Qué sucede, Vicente?
Estuvo mucho tiempo mirándola sin verla; Iris estaba arrodillada frente a él, con una evidente expresión de preocupación en el rostro. Pero sus ojos reflejaban una auténtica preocupación, no rabia, ni desprecio; ni siquiera tristeza.
Le llevó bastante comprender que lo que había sucedido era una pesadilla; eran las cuatro y media de la mañana del sábado, el día siguiente del funeral de Dana, y él no había estado en la habitación de su hijo; Benjamín no tenía ningún contratiempo, estaba durmiendo como un ángel, sin preocupaciones.
Editado: 03.11.2020