Querido diario:
Hoy no fue ensayo. Ni grabación. Ni plan de producción. Hoy fue algo... distinto. Como si el universo nos dijera: "paren todo, hay alguien que quiere verlos, no solo escucharlos".
Nos citaron en un estudio especial, más íntimo, el tipo de sala que huele a café fresco, paredes con historia, y alfombra que ha escuchado más confesiones melódicas que reuniones ejecutivas. Aparentemente, Dante Reyes —sí, ese Dante Reyes, el que convirtió frases sueltas en himnos nacionales— nos quería conocer personalmente. Después de escuchar nuestra canción "sin título" que le mandaron sin identificar. No sabía quiénes éramos, pero quiso saber.
Gabriel llegó con esa expresión suya: mezcla de alerta emocional, entusiasmo calmado y la clásica bufanda que lleva incluso cuando no hace frío. A mí ya me temblaban las manos aunque intentaba que no se notara. Me puse una chaqueta con letras pequeñas que dicen "puedo hacerlo", como talismán disimulado.
Cuando entramos, Dante ya estaba allí. Nada de teatralidades. Un café en la mano, pantalón ancho, y zapatillas desgastadas como si cada suela contuviera un verso. Nos saludó con sencillez:
—Así que ustedes son los de la canción que me hizo decir "quiero saber de dónde salió eso".
Yo sonreí demasiado fuerte. Me arrugué la nariz de emoción, como siempre. Gabriel dijo algo muy suyo:
—Y nosotros somos los que todavía no saben cómo pasó eso.
Nos sentamos sin protocolo. Él en su sillón cómodo de cuero gastado, nosotros en un sofá largo con marcas de viejos ensayos. Había un teclado en la esquina. Una guitarra contra la pared. Y esa luz medio dorada que parecía cómplice silenciosa.
Nos pidió que le contáramos cómo empezó A Dos Voces. No como proyecto. Como vínculo. Gabriel habló primero, más con los ojos que con la voz, contando cómo nos unimos por accidente en un acto escolar donde nadie planeaba cantar en serio. Cómo empezamos a escribir sin saber que escribir es desnudar con ritmo. Cómo el miedo a sonar mal se volvió deseo de sonar verdadero.
Dante lo escuchaba como quien desmenuza una nota con paciencia. Yo completé la historia como quien agrega una armonía inesperada: que no sabíamos que éramos dúo hasta que nos dimos cuenta que nuestras voces juntas hacían silencio menos triste. Que nuestros ensayos nunca empezaban con partituras, sino con preguntas.
Él nos pidió que cantáramos. En ese espacio, sin pistas, sin estudio. Solo nosotros. Y no sabíamos qué elegir. Gabriel propuso cantar el verso que más lo había asustado escribir, ese que dice: "Ya no cambio el tono por miedo, ahora lo cambio por sentir mejor". Yo seguí con el fragmento que más me expone: "Si temblar es error, prefiero ese error sobre silencio". Cantamos despacio. No porque fuera un show, sino porque queríamos que cada palabra tuviera su espacio.
Al terminar, Dante no habló enseguida. Cerró los ojos como si el sonido aún estuviera recorriendo pasillos internos.
Después dijo:
—Lo que ustedes hacen no es canto. Es testimonio. Y eso, chicos... no se enseña. Se tiene o no se tiene.
Nos quedamos en silencio. Yo ya estaba sintiendo que la nariz se me arrugaba como papel doblado. Gabriel sostenía el vaso que nos dieron, sin tomarlo, como si fuera micro emocional.
Entonces Dante se puso de pie. Y ahí fue cuando pasó.
—Estoy por lanzar una gira. Cinco fechas. Escenarios con energía, público que quiere sentir más que bailar. Y necesito que alguien abra cada show... no con fuegos artificiales. Sino con alma.
Nos miró como si ya supiera la respuesta.
—¿Quieren ser mis teloneros?
Sí, así. Sin preámbulos decorativos. Gabriel tardó dos segundos en procesarlo.
—¿Estás hablando de nosotros? ¿Los teloneros?
Dante se rió, relajado.
—Estoy hablando de los que le cantan a gente que no se cree valiente. Y hacen que se lo pregunte después.
Yo tragué saliva. Pensé en todos los ensayos caseros, en todos los versos tachados. En el miedo de no sonar suficiente. Y dije lo único que me salió:
—Sí. Queremos.
Gabriel me miró con ojos de "esto es real, ¿verdad?", y yo lo miré con el mismo gesto de "no sé cómo, pero sí".
Dante nos abrazó. Nada fingido. Como si estuviéramos compartiendo algo que ya tenía historia aunque recién empezara.
Antes de irse, nos dijo:
—No olviden esto: el aplauso empieza mucho antes del escenario. Empieza cuando alguien se escucha a sí mismo gracias a lo que ustedes cantan.
Lo apunté. En el cuaderno. Y en el pecho.
Querido diario:
Hoy no nos corrigieron. Hoy nos escucharon. Y después de escucharnos... nos invitaron.
Quizás el mundo aún no sabe quiénes somos. Pero ya nos están dejando entrar.
Y cuando eso pase, quiero que alguien, desde algún lugar del público, diga: "Eso... me habla."
Porque si nuestras voces pueden hacer eso... ya no quiero cantar para que me aplaudan.
Quiero cantar para que alguien recuerde quién era.