Le agobiaba la cantidad de gente que había a su alrededor. Cogió de nuevo otro clínex y se sonó la nariz. Ya no podía más con ese sentimiento. La estaba desgarrando por dentro y por fuera. Casi no podía mantenerse en pie. ¿Por qué tenía que existir? ¿Para qué existía la muerte? Solo servía para hacer sufrir a los que todavía no habían sido víctima de sus acostumbradas garras. Además, ¿para qué nacíamos si al final nos íbamos a morir? Esas eran las preguntas que no paraba de hacerse mi alocada cabeza. Necesitaba respuestas que me reconfortaran.
Volví la vista hacia donde estaba congregada la multitud. Todavía seguían llorando sobre su tumba. Era normal puesto que a todos nos había pillado por sorpresa. Sin duda la más afectada era su pobre madre, que se balanceaba de un lado a otro mientras le hablaba al montón de tierra que la separaba de su hija.
Esa imagen me dolió. Me rompió tanto el corazón que tuve que apartar la mirada otra vez. Me quedé en mi sitio, dándole la espalda a los demás y mirando al cielo. Él también estaba triste y gris. Era cuestión de tiempo que comenzara a llover. Pero no me iría de allí. No podía.
Mi cabeza comenzó a proyectar todos los recuerdos que conservaba. No los pude detener y empecé a acordarme de todo lo que habíamos pasado: las tardes, las risas, los viajes, las peleas… Ahora parecía todo un bonito sueño. Un sueño que se había acabado muy rápido. Trece años de amistad que habían quedado interrumpidos de por vida. De por vida... Para siempre… Nunca más la volvería a ver… No escucharía su voz…
Las lágrimas comenzaron a bajar de nuevo y esta vez no las detuve. Las dejé fluir. En silencio.
Seguí llorando entre sollozos varios minutos, cuando escuché que alguien carraspeó a propósito detrás de mí. Lo había visto por el rabillo del ojo pero lo ignoré y seguí sufriendo en silencio.
Volvió a carraspear y me di la vuelta casi sin sentirlo.
—¡Yuriel! —exclamé nada más verlo. Él también tenía los ojos enrojecidos.
—Te estaba buscando —me dijo a la vez que abría sus brazos y se acercaba a mí.
Me envolvió entre sus brazos en un cálido abrazo. Me resultó reconfortante y agradable.
—Duele mucho —le susurré.
—Lo sé —me dijo con una voz grave.
Seguimos abrazados unos segundos más y cuando nos separamos deseé que no lo hubiera hecho. Ese simple gesto me había ayudado más de lo que parecía. Solo con su mirada me transmitía su apoyo y yo esperaba estar transmitiéndole el mío a él.
—Nos ha pillado a todos por sorpresa —afirmó con la cabeza gacha—. Por eso duele tanto.
—Pero duele mucho. Yo no lo soporto —admití desesperada.
Respiré hondo y cogí otro pañuelo. El chico se quedó callado unos instantes. Estaba pensativo.
—Esto me hace pensar que todos vamos a acabar como ella tarde o temprano.
No sabía por qué pero esa afirmación, por muy obvia que pareciese, era horrible cuando acababa de presenciar la muerte de alguien al que quería. Se me volvieron a saltar las lágrimas y solté un sollozo.
Yuriel se acercó a mí otra vez y me volvió a abrazar. Yo ahogué mi cabeza sobre sus hombros y descargué todo el dolor que llevaba acumulado en mi interior.
Lloré desconsoladamente durante largo rato y después Yuriel me separó de él. Acercó su rostro al mío y se quedó mirándome fijamente. Sus ojos verde lima brillaban más de lo normal a causa de las lágrimas, que amenazaban con desbordarse y sus pestañas también estaban húmedas, haciendo que estuvieran más rizadas.
Posó su mano sobre mi barbilla y a mí se me erizaron los vellos de la nuca al notar el roce de sus dedos sobre mi piel.
—No llores más —me reconfortó—. Pasará el tiempo y te irás olvidando.
—¿Y si no me olvido nunca? —pregunté formulando la pregunta que más miedo me daba sin duda.
—Lo harás. Te lo prometo.
Era su mirada confiada, su tono seguro y su voz decidida, la que me hizo estar segura de que lo que decía era verdad. Tenía que serlo.
—Sécate esas lágrimas, vamos —me instó pero no hizo falta que yo hiciera nada puesto que comenzó a secarlas él mismo con sus manos. Me agarró la mejilla y me levantó la cabeza.
—Ánimo, tienes que ser fuerte —me dijo con una pequeña sonrisa.
Después me soltó, se despidió cordialmente y se fue cabizbajo. A pesar de sus palabras, era él quien necesitaba ser fuerte. Por mucho que lo escondiera, se notaba que estaba destrozado.
Yo me quedé donde estaba tocándome la mejilla. Estaba muy pálida y fría, pero el encuentro con Juriel me había hecho sentir mucho mejor. Me acordé de su radiante sonrisa y en cómo cambiaba su aspecto totalmente cuando decidía sonreír. Él siempre había sido un chico alegre. Verle así me partía el corazón.
Había sido muy agradable. La calidez de sus brazos era inigualable. Nunca antes nadie me había abrazado así. Resultaba extraordinario cómo había gente que tenía el don de levantarte los ánimos con una simple sonrisa. Una simple mirada…