Nuestra versión juntos

Capítulo 18 "ENZO"

La mañana empieza como una condena.

Correos, llamadas, más correos. Cada vez que cierro una bandeja de entrada, otra se abre con nuevas exigencias. Inversores, proveedores, informes pendientes…

Repaso los mensajes y veo que Marco ha enviado algo.

Una invitación oficial al primer evento de la Fundación.

Resoplo, reclinándome en la silla. Sé lo que significa: trajes caros, copas de vino fingiendo sofisticación y una sala llena de inversores que sonríen demasiado.

Lo detesto, pero también sé que es necesario.

Marco, por supuesto, lo ha organizado todo como si fuera la fiesta del año. Y, a pesar de nuestra última charla, agradezco profundamente que se encargue de esas cosas.

Me levanto de la silla. Necesito moverme, aunque sea un par de minutos.

El pasillo está en silencio; apenas se escucha el tecleo lejano de alguna secretaria.

Respiro hondo, intentando soltar la tensión que llevo en los hombros mientras busco el despacho de mi primo. Puede que un café y algo de charla arreglen un poco las cosas.

Y entonces la veo.

Kate.

Está en una de las salas de reuniones, con Marco. Ambos inclinados sobre unos documentos. Ella se ríe de algo que él dice y, por un segundo, parece relajada, cómoda… demasiado cómoda.

Me quedo quieto, observando desde la puerta entreabierta.

Y justo en ese instante Marco se inclina más de la cuenta, acerca la mano hasta rozar su brazo como si fuera lo más natural del mundo y sonríe con esa maldita confianza que por primera vez me saca de quicio.

El calor me sube por la nuca. La sangre hierve tan rápido que me cuesta mantenerme en pie. Cierro los puños, doy un paso atrás y me obligo a girar. Si me quedo un segundo más ahí dentro, voy a romperle la cara.

Camino directo a mi despacho, con las pulsaciones disparadas.

Al abrir la puerta me encuentro a Lila, sentada en el sofá como si me estuviera esperando desde hace rato. Cruza las piernas con calma, pero me lanza una mirada inquisitiva en cuanto me ve entrar.

—Vaya cara traes —comenta, arqueando una ceja.

—Pensé que estabas trabajando con Tyler —respondo seco, tirando unos documentos sobre la mesa.

Ella parpadea, sorprendida por el tono.

—Le he pedido un rato, quería venir a ver cómo estabas.

—¿Primera semana de trabajo y ya pidiendo favores? No te irá muy bien.

Se cruza de brazos, ofendida.

—Buenos días para ti también. ¿Qué mosca te ha picado?

—Nada. Cosas de trabajo. —Me dejo caer en la silla, como si así pudiera enterrar el mal humor.

Pero Lila no se deja engañar.

—No me vengas con cuentos. Te conozco demasiado bien, Enzo. Esa cara es de rabia, no de informes mal hechos.

Cierro los ojos un instante. No tengo fuerzas para discutir, pero tampoco puedo tragarme el nudo que me oprime.

—Me molesta —termino diciendo, bajando la voz—. Me molesta que Kate trabaje aquí.

El ceño de Lila se frunce aún más.

—¿Cómo? —se endereza—. ¿Qué acabas de decir?

—Que trabaja aquí. Desde hace dos putos días y ya me está sacando de quicio.

Sigue mirándome con cara de confusión, intentando unir los puntos.

—¿No lo sabías? —pregunto ante su silencio.

—¿Estás de broma? —se lleva las manos a la cara—. ¿Y no me dices nada?

—Pensé que lo sabías. Que ella te lo habría dicho.

Niega con la cabeza y ahora soy yo quien se extraña de ese hecho.

—¿Y para qué la contratas?

—¡No he contratado a nadie! —me defiendo, poniéndome de pie—. ¿Te crees que soy gilipollas?

—¿Sabes qué? —me señala con un dedo acusador—. Este problema es culpa tuya.

Alzo la voz, incapaz de contenerme.

—¿Ah, sí? —replico con ironía, clavándole la mirada—. Ilumíname, Lila. ¿Cómo es exactamente que este circo es culpa mía?

—Porque no haces nada más que huir hacia delante —responde, sin titubear—. Te molesta que Kate haya vuelto a tu vida, pero no tienes los cojones de enfrentarte a lo que sientes. Así que te dedicas a gruñirle a todo el mundo como si el resto tuviéramos la culpa.

Me paso la mano por la cara, intentando no perder la paciencia.

—No tienes ni idea de lo que hablas.

—Oh, sí la tengo —me corta, con la voz firme—. Sé perfectamente que la miras como si fuera lo único real que tienes delante, y al mismo tiempo la empujas como si fuera una extraña. Y luego me vienes con que “te molesta”. Lo que molesta es verte así, Enzo.

Aprieto la mandíbula. No quiero discutir con ella, pero la rabia me arde en el pecho.

—¿Qué quieres que haga, Lila? ¿Que me arrastre otra vez? ¿Que le dé todo lo que tengo para que lo destroce de nuevo?

—Quiero que dejes de comportarte como un idiota —responde, tajante—. Porque al final no la castigas a ella, te castigas tú.

Respiro hondo. Ella me observa, esperando algo que ni yo sé que es.

Al final, me dejo caer en la silla, agotado.

—No lo entiendes —murmuro, aunque ya no sueno tan seguro.

—Claro que lo entiendo —dice, más suave—. Entiendo que la quieres y que cada día que pasa eso te ahoga más.

Levanto la mirada y encuentro la suya, y los dos lo sabemos. A ella no puedo mentirle.

—¿Sabes qué, Lila? —digo al fin, con un suspiro cansado—. Puede que tengas razón. Pero eso no cambia nada.

Ella suspira también, como si se rindiera por un momento.

—Entonces, por lo menos, deja de hacernos pagar a los demás por tu guerra interna.

Y sin esperar réplica se va, dejándome en aquel despacho vacío con la cabeza a punto de estallar.

La rabia me corroe, pero también me cansa. Necesito aire. Necesito poner orden.

Y entonces me obligo a recordar lo obvio: tengo novia. Una mujer que ha estado ahí cuando más lo necesitaba, que no me complica la vida con huidas ni silencios. Ángela.

Si quiero salir de este torbellino, la respuesta debería ser ella.

Le mando un mensaje, corto, directo. Una cena a solas puede ser lo único que me ayude a desconectar de todo.




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