Canción: Alive - Sia
La batalla más extenuante siempre será la que se libera en nuestra mente, ser protagonista y antagonista dentro de una realidad comprimida suele ser agotador, ambos personajes están luchando por derribar dos paredes tan altas y sólidas que se torna complicado descubrir quién podría salir triunfador; el protagonista es aquella parte que nos hizo reír emocionados cuando algo gracioso ocurrió, una visión positiva al inicio del día, el antagonista es la angustia que nos provocó llanto, un sentimiento de decepción tras no ser elegido primero, el protagonista alienta a levantarnos una vez más, pero el antagonista se niega a creer que en realidad algo pueda cambiar, este segundo suele ser muy automático, el más difícil de controlar.
En mi vida los muros cayeron al mismo tiempo y pese a que el antagonista creyó triunfar, eso no significó el acto final, solo se trató de una coma teatral, donde luego de algunas horas debí volver al escenario, la comedia dramática sobre una inglesa buena para nada seguía en cartelera, yo, Deborah Rowan Lovelock, continuaba respirando, mis agrietadas murallas habían quedado apoyadas las unas sobre otras emitiendo una descomunal presión que me condujo por el valle de las decisiones compulsivas, el día diez de septiembre, quise abandonarme, deseé dispersar nuevamente esa misteriosa energía con la que el cosmos me creó, sin embargo, no lo planeé bien y la conclusión fue un mes de internamiento mental que terminó más pronto de lo que pensé.
Iba acomodada en el asiento trasero de nuestra camioneta. Introduje mis frías manos en los bolsillos laterales del largo gabán rojo y aumenté el volumen a los auriculares, a muchos conocidos solía molestarles que siempre llevara "la maldita música puesta" Anil, papá, juraba que un día alguien intentaría secuestrarme y yo ni siquiera conseguiría notarlo antes, era difícil encontrar las palabras correctas para explicar que solo de esa manera lograba experimentar verdadera calma andando fuera, las canciones con letras significativas protegían mis nervios de los exuberantes sonidos de la gran ciudad, me regalaba una dulce y momentánea paz.
Al fondo de la tela toqué algunos rígidos papeles cuales al extraer descubrí que se encontraban desgastados tras haber soportado humedad, aquello eran cartas, cartas de despedida, varias de tantas que había escrito días antes de engullir ochenta y dos aspirinas. Las manos me comenzaron a temblar mientras con mucho cuidado intenté abrir una, sus pocas letras apenas se podían leer debido a la tinta desteñida. Decía lo siguiente:
"Hoy es el día, hoy he decidido hacerlo, porque en realidad yo odio despertar cada día, no comprendo cómo ante monotonía las personas logran seguir tranquilas y bloquean definitivamente los pensamientos que en mi cabeza son constantes. Juro que he intentado mucho, pero no existe consejo en el mundo que sea capaz de hacerme cambiar y puede que si, sea una mediocre, una cobarde y todas esas palabras vacías que se dicen ante una situación como esta, puede que tengas razón, por el simple hecho de que tu no eres yo.
Con esta nota no deseo que me entiendan, ya que es imposible, nada más quiero que lo acepten. Al fin ha llegado la hora de librarme de esta maldición"
En mi garganta se formó un nudo agobiante y los ojos se me aguarón, reuní toda mi voluntad para esconder el inconcluso llanto naciente al cubrirme con la capucha de la gabardina, de ninguna manera quería que alguien dentro del reducido espacio lo notara, por consiguiente, apoyé la frente sobre el cristal polarizado y apreté los labios mirando viajar a nuestra velocidad el tendido eléctrico, me volví a preguntar:
¿Cómo se comenzaba a vivir luego de permanecer muerto durante años? No me refería a lo biológico, pues el latir de mi corazón era evidente desde hacía veintidós primaveras, pero sabía también que lo físico jamás sería todo lo requerido para sobre llevar una existencia plena, no importaba cuanto lo intentara, se tornaba imposible recordar una línea de tiempo a la cual deseara volver por considerarla "Feliz" Nunca había estado tranquila pese a haberlo intentado mil veces y cualquier respuesta que recibiera acerca de nuestra razón en la tierra, era muy ambigua, trillada o genérica.
La psiquiatra Henrietta Boole y sobre todo la terapeuta Rita Quentin, trabajaban conmigo detallando un proyecto de vida a corto y largo plazo, entre otros puntos importantes que incluían estabilidad emocional, teníamos sesiones una vez a la semana donde aún no obteníamos muchos resultados positivos a causa de mi poca expresividad, todavía me parecía complicado confesar que seguía tan insegura sobre el futuro como antes, que solo respiraba en automático, que aún no contaba con las fuerzas suficientes para decir: "Lo lograré" Yo me consideraba un objeto inerte, una existencia vacía, sin la más mínima relevancia, la mayoría de emociones encargadas de nivelar mi humanidad andaban de vacaciones en algún lugar desconocido.
El problema también residía en que ya no vivía tras las cuatro paredes blancas de la clínica St. Magdalena, ni con personas atendiéndome todo el día, ese ambiente tan simple acababa de retomar su forma verdadera, debía enfrentarlo afuera; mis órganos vitales no sufrieron un mal adicional al que ya presentaban, mi cerebro tampoco se dañó severamente, no quedé en coma, el carbón activado y potasio me fue suministrado a tiempo, incluso las hemodiálisis acababan de terminar, los entrometidos críticos decían que yo había tenido mucha suerte al sobrevivir y debía estar agradecida, ¿agradecida de qué? Si mi deseo era morir. En definitiva, no veíamos la vida de la misma manera, ya no porque deseara intentarlo otra vez, ni siquiera guardaba frustración por el fracaso, solo me parecía difícil hallar un punto exacto dentro de mis pensamientos, todo lo percibía tan confuso, ajeno e incierto, no existía felicidad, ni tristeza o al menos no con la misma vieja intensidad, Boole y Quentin afirmaban que gracias a las terapias iría expandiendo mi mente de nuevo, pero para ello requeríamos voluntad, tiempo y algunos medicamentos.