Beckenham, Inglaterra. 8 de Julio de 2020
Michelson
Esa mañana el aire se colaba por la ventana levemente abierta del auto, revolviendo así mi melena rojiza, enmarañándolo más. Llevábamos quince minutos conduciendo hacia nuestro destino, un destino no muy agradable para mí, siendo sincera. Como cada viaje en auto que daba, iba sacando mi mano por la ventana, jugando con el aire fresco de la tarde. Amaba hacerlo, era como un ritual para mí.
—Mete la mano, Michelson. Te la puede llevar un auto —me regañó mi madre, la dulce y a veces pesada señora Lynn, quien no dejaba de observarme desde que salimos de nuestro hogar.
A regañadientes metí mi mano al auto y cerré la ventana con suficiente molestia como para hacerla notar. Mi madre, con un semblante lleno de tristeza se limitó a conducir, pues ella sabía el porqué de mi aptitud. Había estado actuando así desde que salimos de nuestra residencia.
Mientras que mi madre conducía fuera de los suburbios, mi mente me llevó a rememorar como había terminado allí. Directo al lugar que tanto había necesitado, o eso creí, hasta que meses después supe la verdad.
Era una noche muy sofocante para mí, literalmente. Me encontraba en la oscuridad de mi habitación, sin fuerzas o ganas para salir al exterior. Mi madre se encontraba conmigo haciéndome compañía, a pesar de haberle suplicado que se marchara.
—No puedes seguir así, Mitch... —susurraba mi madre, acariciando mi desprolijo cabello con suma tristeza—. Debes de ir a un especialista, ellos pueden ayudarte.
—Estoy cansada de esto... ya no soporto ir de hospital en hospital —susurré entre gimoteos—. Simplemente no pueden ayudarme.
De verdad estaba sufriendo, tanto por fuera como por dentro.
—Estábamos tratando la enfermedad equivocada, esta vez el diagnóstico es el correcto.
—No quiero que me llamen loca...
—No lo harán, porque no lo estás.
¿Alguna vez sintieron esas fuerzas irreconocibles que les da cuando su madre les asegura que todo estará bien? Bueno, eso sentí yo en ese momento. Las palabras de mi madre habían abierto un hoyo de esperanzas en mí, y acepté.
Una lagrima cayó por mi mejilla, por inercia la limpie con rapidez para que ella no me viera llorar. No quería empeorar su estado. Así que por el bienestar de mi madre y por mi salud, limpié todas las lágrimas que amenazaron con salir, retoqué mi maquillaje un poco y sonreí frente al espejo; demostrando valentía, aunque no la tuviera.
—Estoy lista para mejorar mi salud.
Una gran sonrisa se posó sobre la comisura de los labios de mi madre, alegre por ver la falsa determinación que tenía en ese momento. Y yo estaba feliz por verla feliz a ella, acosta de mis mentiras, claro está.
—Me alegra mucho que decidas velar por tu bienestar, hija mía. Verás que todo se mejorará.
Le dediqué una pequeña sonrisa que la hizo sonreír aún más. Una sonrisa capaz de esconder mis miedos, dudas y pesares.
En pocos minutos llegamos al Hospital Psiquiátrico Real de Bethlem, mejor conocido como "casa de locos". Uno de los mejores hospitales psiquiátricos que se especializan en diferentes tipos de problemas mentales, según lo que dijo mi progenitora.
Salimos del auto al mismo tiempo, admirando la grandeza y belleza del lugar. Porque sí que era grande, bonito y de un estilo muy atractivo para mí.
El hospital era amplio, el estacionamiento era grande y en medio de este descansaba una estatua con el nombre y año de creación del hospital. Su color era opaco, pero vintage, estaba hecho de ladrillos al igual que sus calles y las flores azules y blancas le daba más vida al lugar. Vida que con el tiempo aprendí a valorar.
''¿Podré perderme entre tan gran lugar? O ¿podré ver algún animal salvaje en las afueras del muro?''
Atravesamos las puertas automáticas y un fuerte olor a lavanda inundó mis fosas nasales. Estaba totalmente confundida, creía que iba a sentir el típico y nauseabundo olor a hospital que tanto odiaba. Sin embargo, no fue así, en su lugar fue gratificante sentir un olor delicioso y familiar.
"Ganas un punto por eso, Psiquiátrico", dije solo para mí, sumida en la belleza antigua de las paredes interiores del hospital.
Mi ensimismamiento fue roto gracias a las voces lejanas de mi madre y una mujer que nunca antes había visto. ¡Ni siquiera me había dado cuenta cuando mi progenitora había dejado mi lado!
—Desde aquí yo me encargaré de ella, está en buenas manos, señora Lynn —observé como una joven mujer de cabello negro y ojos del mismo color se me acercaba—. Es un gusto conocerte, soy Maia Cowell y seré tu psicóloga.
—Michelson —estreché mi mano contra la de la joven, y luego de darle una pequeña sonrisa de boca cerrada me dirigí a mi mamá—. Pensé que me acompañarías a la sesión.
Seguro mi rostro denotaba confusión, porque mi querida madre rascó su brazo derecho con insistencia, justo como hacia cada que estaba nerviosa o mentía. Luego de unos segundos respondió:
—Esa era la idea, pero creo que es mejor que vayas junto a alguien que pueda darte mejores instrucciones que yo.
"¿No son mejores las palabras de una madre, que las de un extraño, mamá?", quise decirle, pero en lugar de eso solo asentí en acuerdo y me despedí de ella con un abrazo algo seco.
—Todo saldrá bien, hija mía.
—Eso espero, madre...
Para muchos, el apego que tenía para con mi madre era algo casi infantil, pero lo que los demás no sabían era que yo necesitaba el apoyo constante de alguien que se preocupara por mí de verdad. El apoyo de alguien que no dudara de mis palabras.
Observar a mi madre marchar me hizo sentir una sensación extraña, pero todo era parte de un proceso. Estaba creciendo y tenía que aprender que no todo el tiempo iba a tener a mi madre para apoyarme. Con el pasar de los días me di cuenta de eso, de la importancia de los padres y de aprender a dejarlos ir.