Obertura

SODOMORRAS

 

Imbuido en la fría luz del aséptico quirófano, un desmembrado Amuruma espera su restauración. Encapsulado en un mundo cuántico, y con un último ápice de existencia, continúa relatando hechos pasados que probablemente sucedieron.

—Me reconozco de nuevo en mi cuerpo… Escucho la enérgica voz de Ori-Sao e inmediatamente me dejo llevar por el hilo de su discurso. —Un filamento contiguo al nervio óptico de Amuruma es restaurado y se mueve imperceptiblemente para enfocar los difusos personajes de blanco, hasta que retoma como propias las palabras que la Cuarta Espléndida comunicó a los feligreses:

—…el poder del colosal hirvió en su interior y lentamente se empezó a manifestar como un espectro demoníaco. La sangre que escurría por entre las rendijas del viejo techo de madera y las gotas que caían en su rostro, con certeza pertenecían a su madre, quien había dejado de gritar. ¡Ori no podía resignarse a las injusticias de aquel mundo! ¡Era inaceptable! Así eran sus pensamientos mientras los memges salvajes la sometían violentamente y rasgaban su ropa, cegados por un repentino instinto lujurioso. Ella solo observaba el exánime cuerpo de su hermano e incrédula ante la masacre se preguntaba: ¡Por qué! ¿Por qué?

—¿De qué habla esta Espléndida? —le pregunté a mi hermana—. ¿Cómo llegó a este momento en su historia? «Haz silencio y presta atención» me respondió.

—Y en un diálogo mental conmigo mismo dije: Me distraje viviendo a través de Ono y ahora estoy en un punto intermedio de su relato. Entonces, aproveché la situación para utilizar por primera vez una de mis mórfosis electrónicas: el receptor inconsciente. Rebobiné mis recuerdos hasta el momento que consideré pertinente en la narración de Ori Sao, quien en ese instante describía un paisaje campestre.

—Sus ancestros habían fundado pequeñas aldeas en las fértiles tierras que prosperaron con el pasar de los años. En ellas los lugareños se especializaron en alguna labor específica, y la llevaron a la perfección. Todos desempeñaban funciones para la comunidad: en las brumosas altitudes de los páramos se encontraban los vigías; en las planicies y las laderas de las montañas entrenaban los guerreros; en el interior del territorio laboraban los agricultores. Había dieciséis islas de gélidas playas doradas con asentamientos memges dentro del enorme lago central: un mítico paraíso encerrado por los bordes de un redondel de colinas, cuyas verticales laderas evocaban torres que emergían de la nada y se estiraban añorando alcanzar la bóveda celeste.

—Ori, primogénita y princesa de los Protectores del Agua, nació en la isla mayor en el interior del cráter, donde permanecían los ancianos que gobernaban la montaña sagrada de Zápamus. Ellus eran los líderes de una cultura ancestral que no necesitaba más que la propia armonía en la que se desarrollaba su diario bienestar. La tecnología era precaria, la arquitectura hermosa y simple. Se vestían utilizando las pieles de los animales y con fibras de las pencas espirales, de setenta y cinco brazos, fabricaban hermosos tejidos artesanales A estos los teñían utilizando el azul de las flores del bosque, los pétalos amarillos de las plantas de la meseta o las tonalidades terracota y magenta que extraían de los riscos, anunciantes de la ruta prohibida al pilar celestial de los ancestros. Sus armas, poco más que arcos y espadas, eran suficientes para un pueblo naturalmente protegido de enemigos potenciales. Durante las noches encendían fastuosas hogueras manipuladas por alquimistas, quienes agregaban óxidos de minerales y mágicas sustancias para alterar las coloraciones. Su cultura dependía del fuego, de la luz de las lunas y los demás astros que iluminaban las frías noches.

—Todo el mundo que Ori conocía estaba contenido dentro de la majestuosa montaña de Zápamus: los cuatro ríos que brotaban de vaporosos géiseres en las colinas; los pilares rocosos del oriente, que como agujas de catedral apuntaban al firmamento y protegían el vergel al que solo podían llegar los virtuosos… Las profundas cuevas, ¡los exuberantes bosques esmeralda! Todo un pueblo delimitado por el abismo que solo se atrevían a bajar cuatro cascadas, que brotando inagotablemente inundaban, en un estallido de espuma, los mundos más allá desconocidos. Ocultas de toda mirada, su cotidianidad era perfecta. La montaña brindaba todo lo que podía necesitarse y los memges vivían en armonía; cumplían cada uno sus funciones y disfrutaban de los variados beneficios que traen las estaciones. Todos vivían satisfechos, menos Ori: la princesa de los cabellos celestes, ¡culpable por tener una mente inquieta y curiosa!

—Kasha era uno de los más talentosos guerreros y compartía el espíritu aventurero de Ori en mutua simpatía. Ellus recorrían juntos los lugares más peligrosos e, incluso, algunos sitios prohibidos. Se sentaban en el borde del abismo cerca de alguna de las cataratas y observaban el Valle de los Colosales. En días despejados podían distinguir, en la lejanía, las siluetas de montañas que surgían tras el interminable desierto, algunas de proporciones hasta mayores que su hogar. Les parecía que el mundo era… inabarcable. Imaginaban que algún día recorrerían todo el paisaje anaranjado que alcanzaban a ver y conquistarían el horizonte.




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