Lo fantástico se convierte en rutina. Áitapih goza de las afectuosas atenciones que Yehero le brinda. Los paseos en globo son prioridad una vez por semana. Desde las alturas, disfrutan fastuosos atardeceres que se tiñen con nostalgias de las más bajas longitudes de onda del espectro visible.
La soledad del ser consciente que se comprende como individuo, es acompañada por existencias que desconocen el significado del mañana. Con ellos comparten el territorio de la isla en la que sembraron su hogar. Los animales comprenden sus emociones, aunque no entiendan su lenguaje memge. Les proporcionan afecto, aunque no sepan el significado del amor. En los cielos, maravillan con su gracia dominando los vientos como verdaderos maestros.
Sumergirse entre corales es otra de las actividades predilectas: contemplar a los asustadizos peces que instintivamente huyen de cualquier posible depredador... Estos seres viven para comer y reproducirse, no ambicionan ser más que sí mismos; al igual que Yehero y Áitapih, quienes retirados del resto del mundo, viven su egoísta entelequia.
Así, ni con afán ni con prisa, el tiempo transcurre. En once años la idílica pareja ha visto germinar los retoños de plantas que se volvieron troncos para soportar las formidables ramas de un bosque espeso, donde algunos pájaros hacen sus nidos. Tienen un nombre para cada individuo viviente y echan de menos cuando las funciones vitales de alguno se silencian para siempre, y pasan a ser parte del suelo que alimentará al reino vegetal que les sirvió como refugio en vida.
Áitapih ha presenciado el último exhalar de quimeras y animales que la acompañaron en excelsas experiencias por la naturaleza. Pero verlas partir del mundo terrenal no le produjo ningún sufrimiento: noventa y nueve años de vida le habían enseñado a amar sin apegos y a disfrutar de los regalos del cosmos sin sentir ataduras, ni siquiera por su propia vida.
Hoy, Yehero quiere celebrar el primer centenario de existencia de su amada memge. Aunque en cada aniversario le ha regalado inimaginables experiencias, el arrugado rostro de Áitapih muestra cada vez menos señales de entusiasmo innato y su antigua fascinación por los obsequios de la vida. ¡Ese entusiasmo del cual él se enamoró en su juventud!
Como en cualquier amanecer, un hermoso estruendo los despierta esa mañana. La orquesta sinfónica del nuevo día inicia con el melifluo canto de las ballenas, que abandona el océano para regocijar el sistema auditivo renovado de Áitapih. Los chirridos de insectos voladores acompañan el gorgoritear de las aves, al que se unen los aullidos y bramidos de los bestias. Yehero entona una canción de cumpleaños que compuso la noche anterior. Áitapih bebe un sorbo de agua, traída de los páramos de la isla, y con una vitalidad incongruente a sus cien años de edad, corre a abrazar a Yehero, quien la espera afuera de su habitación. Desayunan frutos que únicamente crecen en su reino, y que proporcionan la energía suficiente para un día colmado de actividades.
En este momento, Áitapih se siente especialmente vibrante, como si pudiese vivir otros cien años más. Yehero lleva como siempre el trono portátil hecho a su medida, pues aunque ella pretende caminar la mayoría del tiempo, su longeva existencia podría pedirle cuentas. ¡Cosa que nunca sucedería con su espíritu aventurero!
Sus cuerpos desnudos recorren los lugares predilectos de Áitapih. Parten hacia el bosque y suben la montaña. En pocas horas cambian del caluroso nivel del mar a las frías nieblas de los páramos; allí el aire delgado y puro extasía sus pulmones. Caminan hasta las gélidas cascadas que caen en el diáfano lago azul, donde nace un riachuelo que los dirige de nuevo hasta las tibias aguas del mar.
Así, flotando sobre la desembocadura de la quebrada, se hace presente el arrebol del ocaso; ellos, repitiendo sus actividades favoritas, llegan al cliché de un beso en el rojizo escenario de un atardecer que podrían prolongar por siempre, dirigiéndose eternamente hacia el occidente en su globo, a la exacta velocidad constante de rotación del planeta Lu-Um.
Yehero, con un pomposo lenguaje acorde a su estrambótica fantasía, advierte con hidalguía a su amada: —Llevamos tres horas en el globo, mi Pequeña Princesa. El año pasado me pediste ver el ocaso por 24 horas y le dimos la vuelta al mundo persiguiendo un imperecedero atardecer. Sé que no te aburres nunca y que si tu cuerpo no te exigiera descanso podrías hacerlo por el resto de tu vida, pero debes escoger el momento para detenernos y esperar la noche. Esta vez te daré el mejor regalo de tu vida. ¡Pocos memges tienen el privilegio de cumplir cien años!
Ella solo observa el intenso carmín de las nubes en silencio… Pasan los minutos y una pequeña lágrima se escurre por su mejilla. El globo se detiene. La senil voz de Áitapih se escucha, después del prolongado mutismo:
—Cuando éramos jóvenes, te conocí por cuatro años, antes de ser lo que ahora eres. He pasado más tiempo contigo en mi vejez que en mi lozanía, y ahora creo que tienes la capacidad de hacer lo que quieras. Óyeme, debo hacerte una confesión que estoy segura ya conoces. No sé si esto es real. No sé si ya morí o si estoy delirando en mi cama esperando que suceda. Tú me habías prometido la facultad de soñar, pero nunca viví otras vidas mientras dormía. Ahora temo que despertaré y únicamente podré recordar difusos fragmentos de nuestra aventura. Por favor, ¡dime si esto es un sueño! Se parece a los que describes en tu libro: confusos, ilógicos, ¡fantásticos! Con saltos temporales en los que te encuentras en una situación y actúas por instinto como si el caos fuera la normalidad del vivir. Si no es así, entonces dime: ¿Por qué siento entusiasmo con tanta facilidad, si mi mayor deseo antes de que volvieras era dejar de existir? Llevo once años viviendo contigo en esta isla y no extraño a mis hijos ni a mis nietos. ¡Soy una egoísta que disfruta de las brisas cálidas del océano, de tu compañía, de los animales, de nuestros paseos cotidianos, de la exquisita comida que me preparas y de todos tus planes para extasiar mis sentidos! He aceptado esta vida que no tiene más propósito que ser y estar en armonía con el presente. Presiento que mi existencia ya debería haber culminado, pero que tal vez, por capricho, la estás prolongando artificialmente. Dime si de verdad he podido elegir durante estos once años, o simplemente has sembrado en mí la emoción necesaria para cada actividad y para cada momento. ¿Acaso es este tu plan? ¿Manipularás las vidas de cada ser vivo que se presente en tu camino para lograr tu propósito? Tal vez deberías confiar en el Universo que tanto te maravillaba cuando eras un auténtico joven… cuando eras ingenuo y estabas lleno de incertidumbre. Yehero: jamás has vuelto a dudar ni te has sorprendido de nuevo con nada. Nunca tuviste una vida real y hace mucho tiempo que dejaste de ser el muchacho del que me enamoré. Me entristece pensar que no cumpliste el ciclo natural de todo ser vivo. ¡Nunca moriste! Te fuiste desvaneciendo en ese hermoso cuerpo que permanece juvenil y encantador. Pero ¿crees acaso que puedes tener el control del Universo? ¿Ser eterno? Por favor, ¡dime qué buscas! ¡Dime qué quieres, si es que todavía existe algún tipo de convicción en tu interior! Sabemos que solamente existe un Dios y lo llamamos Amm. Es indiferente a nuestras inquietudes porque somos solo memges, existencias básicas incapaces de afectar el equilibrio de su Universo. Pero ¡no desafíes la perfección de su creación!
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Editado: 26.09.2019