Ocaso

I

Nunca notó la belleza que había en un atardecer, era algo tan cotidiano que no merecía ni un poco de su atención, ¿para que verlos? Si la intensidad con la que brillaba el sol en ese preciso momento era lo que le lastimaba, haciendo lagrimear en cuanto sus ojos se posaban en el cielo de tan vivos colores. Era tan detestable que terminaba ignorando aquel fenómeno tan común, descartando la belleza que podría éste tener. En sí, era alguien de detestar el sol, odiaba profundamente tener que exponerse bajo este, su piel solía enrojecer cada que pasaba tiempo bajo el sol por muy breve que fuera, su piel era sensible, y ella era una completa delicada que abusaba de esa condición para usarla como excusa para evitar cualquier actividad bajo el sol. Había tantas cosas que usaba como excusa para evitarlo, y muchas de ellas, eran solo exageraciones por parte suya para seguir con su encierro que tanto gustaba. 

No, no siempre fue así; en algún punto, el que su piel enrojeciera poca importancia le dió,hablando de manera más honesta, toda era una completa contradicción, una mentira en la que ahora se escudaba fuertemente, esa mentira que se había vuelto su escudo, su máscara, su vida. Sí, había amado el ocaso tanto que no había ni uno solo que se perdiera, cada tarde en ese mismo lugar se sentaba a ver de los vivos colores tan magistrales que el cielo mostraba en ese breve periodo, esperando hasta que las estrellas fueran las que iluminaran de aquel manto. No importaba que soltara alguna lágrima por la intensidad de la luz, no tenía importancia, nada importaba en esos minutos que durará el ocaso, nada.

Solo ella, el cielo y él.

Y era precisamente por él el que ahora detestaba el atardecer.

Soltó un fuerte suspiró alzando la mirada de la pantalla de su celular en donde había estado inmersa durante los últimos quince minutos, dejando el celular aun lado suyo, cerrando sus ojos con gran pesadez, ¿por qué diablos duraba tanto el atardecer?, Se llevó una mano a su frente, volviendo a suspirar, el chofer la observó por el retrovisor, había estado en silencio durante todo el trayecto, y justo ahora comenzaba a verse notoriamente fastidiada, de tener un semblante sereno, había pasado a uno que denotaba cierto enojo y gran cansancio, y volvió a escucharla suspirar. 

 

— ¿Podrías quitar la radio? Tengo una jaqueca insoportable y tú con la radio encendida — se quejó. 

 

El chofer acató rápidamente su pedido apgando la radio un tanto confundido, no era ningún idiota, ella había vuelto a mentir, ella había vuelto a exagerar, todo por el simple hecho de también odiar la música, ese tipo de música, su música. Volvió a tomar su celular una vez que el auto quedó en silencio. Era una caprichosa, una maldita caprichosa, volvió a suspirar de manera fuerte captando de nueva cuenta la atención del chofer, su mandíbula se había tensado, y entonces sus ojos amenazaron con querer lagrimear, pero se contuvo, no lo haría, no tenía porqué hacerlo. Dejando nuevamente el celular a un lado, o más bien, arrojando el celular al asiento vació izquierdo, yendo su mirar a la ventana en donde estaba ya asomándose las primeras estrellas de la noche. ¿Por qué todo tenía que recordarle a él? 

 

— Hemos llegado, señorita — avisó el chofer mientras paraba justo en la entrada.

 

La joven tomó su celular y esperó a que la puerta fuera abierta para poder bajar, ya no había más ese atardecer tan detestable, solo era un manto oscuro con alguna que otra estrella brillando en el, camino apresuradamente hacia la colosal puerta que se abrió ante su acercamiento, entrando en aquella construcción que debía llamar como su hogar. Tan fría, tan gris, tan vacía. Había sido consciente toda su vida de lo fría que era su hogar, pero no era hasta después de haber admirado los atardeceres en compañía que le pesaba ello.Y ya estando en el interior encontrándose sola, es cuando más lo odió.

No, realmente no lo odiaba, solo se mentía a sí misma, otra vez, él había sido quién le mostró la belleza en las cosas tan simples, en lo más común, era él quién le había enseñado lo que era estar acompañada, era él quién le había enseñado tantas cosas, que ahora todo ese aprendizaje, toda esa ausencia le dolía, después de todo seguía siendo una caprichosa que no sabia dejar ir. 

 

 




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