Ocaso de una melodía

7

Iba a salir en moto, pero me arrepentí y empecé a caminar en dirección a la plaza donde había parado temprano. Mi casa quedaba a unas buenas 20 cuadras, pero quería aprovechar para pasear y ver que tan cambiado estaba el lugar. Al ir pasando cerca de donde estaba la casa de su madre me invadieron las dudas, y si el estaba allí? Que pasaría si me veía? No quería arriesgarme a encontrarlo todavía, aun había mucho por asimilar...

La casa estaba a oscuras y respiré con alivio, así que continúe mi recorrido. La plaza en cuestión estaba casi en la entrada del pueblo, y mi casa estaba en la otra punta y mientras caminaba pude pensar bien en lo que estaba haciendo. Era la primera vez en mucho tiempo que volvía a casa, y aunque todo resultaba familiar, al mismo tiempo se sentía como un sueño, uno de esos en que quieres despertar y no puedes, entonces decides correr y sientes la adrenalina corriendo por tus venas, aunque jamas te has movido de tu cama.

Llegué mas rápido de lo que esperaba e instintivamente busque la estatua de Artemisa. Cuando no podíamos vernos solíamos dejarnos notitas en el carcaj que colgaba en su espalda. El mármol de la estatua tenia una pequeña grieta dentro del estuche de las flechas, entre dos de ellas. A simple vista no se veía nada fuera de lo común, pero desde el momento en que descubrimos la grieta, encontramos la forma de hacernos saber que estábamos bien o si pasaba algo. Tenia la esperanza de que aún estuviera ahí, y sobre todo, que él siguiera revisando.

Dejé la pequeña nota, y aún algo nerviosa seguí caminando. De verdad esperaba con todo mi corazón que él siguiera revisando... No supe a donde me dirigía hasta que vi las luces de la puerta y por supuesto, entré. Lo primero que ice fue escoger mesa cerca de la gran estufa a leña y esperar a que viniera el mozo. Cual llegó, después de pedir mi cena, le pregunté por Polly, si seguía trabajando allí. Para mi sorpresa, la aludida pegó un grito desde la barra de la pizzería y se puso a dar saltitos mientras me levantaba a verla.

Conversamos hasta tarde esa noche. Solíamos hacerlo antes también, los fines de semana, cuando yo trabajaba con ella algunos viernes y sábados por la noche, aunque esta vez con una cerveza en la mano. Tomé un taxi hasta casa y llegué encendiendo las luces, preparé un té de tilo, y con mi taza en la mano me dirigí a mi acogedora cama.

Me gustaría decir que me dormí enseguida, pero los nervios y la cerveza me jugaron en contra. Me costó conciliar el sueño aunque estaba cansada, y cuando finalmente pude dormir, los sueños hicieron de las suyas...

Cuando fui capaz de levantarme a la mañana siguiente, el dolor de cabeza era casi tan grande como mis ojeras, e hicieron falta dos tazas de café para conseguir despabilarme. Anduve de pijama toda la mañana, y finalmente después de almorzar, me vestí de jeans, suéter y borceguíes, tomé mi violín, las llaves de la moto y salí hacia el "fuerte".

El fuerte en cuestión eran los restos de un viejo faro. Quedaba poco de él en pie, lo suficiente como para resguardarse del viento, de la lluvia y el frío mientras tocaba mi violín frente al mar. Lo descubrí cuando era pequeña, y automáticamente se convirtió en mi refugio. Y fue precisamente ahí donde lo conocí.

El tenía doce años, yo catorce, yo había hecho del fuerte mi lugar, mi espacio. Entre esas murallas derrumbadas yo tenia mi santuario, un sitio donde era libre, donde solo eramos mi música, las olas y yo. Hasta que un día de mucho sol apareció él: un niño bajito, de cabello negro con ondas, pecas en toa su cara y una sonrisa grande. Aunque en ese momento no reía.

La verdad es que encontró el fuerte por accidente, mientras se escapaba de un grupo de niños mayores que querían golpearlo. Me llevé un susto de muerte cuando lo vi caer de espaldas y cuando el me hizo señas de que me callara solo atine a tomar piedras y a lanzarlas hacia afuera, y cuando él vio lo que yo hacia, junto coraje y me ayudó. Mi puntería era muy mala, de hecho todavía lo es, pero estoy segura de haber golpeado al menos dos veces.

Cuando de fueron no me dijo nada, tampoco se fue. Se limitó a sentarse a un metro de mi y a escucharme tocar hasta que empezó a caer la tarde, momento en que guardé mi violín y me preparé para volver a casa.

- Sabes... Vengo aquí a diario- le dije- puedes venir cuando quieras.- me sonrió por primera vez- me llamo Eva.

Me acompañó a casa en silencio y solo supe que se llamaba Miguel. Cuando insistía en preguntarle por que lo seguían, el volvía a su mutismo. Después de eso, cada día nos encontrábamos en aquel lugar frente al mar. Al principio su timidez me causaba gracia, el solía cerrar los ojos al escuchar mi música, que lejos estaba de ser realmente buena.

Un día, mientras compartía con el mi merienda, vi entre sus cosas un montón de papel y lápices de colores, y antes de que tuviera tiempo de esconderlos de mi los saqué y me puse a verlos. Varios eran bocetos de animales, plantas, el mar, y en uno de ellos me encontraba yo... Guardó sus dibujos con vergüenza y pese a que eran bastante buenos, pasaría bastante tiempo antes de que pudiera volver a verlos.



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En el texto hay: viajes, reencuentro, primer amor

Editado: 15.03.2019

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