Somos ocho hombres y cinco mujeres escondidos atrás de una vagoneta. Una lona nos cubre. El calor es insoportable y las piernas las tengo entumidas. Escucho quejidos mientras el coyote nos ordena callar. No sé el tiempo transcurrido, pero parece una eternidad. Ya no soporto más y estoy a punto de gritarle al chofer que me baje. El tiempo pasa con lentitud y me siento desfallecer. De repente el vehículo se detiene, enseguida, gritos y empujones. La señora que va recostada a mi derecha dice que es la migra. Se abre la puerta trasera y la gente arranca para todos lados. El sol me pega directo en la cara y las piernas no responden. Huyo con dolor en las rodillas. Volteo y un gringo taclea a una mujer pequeña. Vuelvo la vista al frente y continúo la carrera sin mirar atrás. Un señor me alcanza y murmura que no me detenga porque los putos de la patrulla fronteriza nos pisan los talones. Corro, corro y corro con todas las energías que quedan. La ciudad está cerca y no debo rendirme. Se escuchan helicópteros y palabras en inglés provenientes de un altavoz. El tipo que va a mi costado dice que es salvadoreño y a mí me importa una mierda, yo quiero llegar a Estados Unidos. Me he cansado y decido caminar. El hombre afirma tener familia del otro lado y habla de sus hijos con orgullo. Yo no contesto porque traigo la boca seca. El sol desciende al igual que la temperatura.
Nos tiramos al piso como perros sedientos mientras los buitres nos vigilan. Tengo que descansar, suplica mi compañero. Abro los ojos y es de noche. Le digo al hombre que se levante y él balbucea que ya no puede más, alega que su hora llegó. Los sacudo con fuerza y musita con un hilillo de voz que lo deje en paz. El pobre deja de respirar y sus ojos quedan abiertos. Tengo que seguir adelante, pienso. No sé qué pasa, sin embargo, las fuerzas han regresado. No tengo sed ni hambre, bueno, solo un poco de sed. Debajo de un árbol, distingo una hielera. La abro y saco un refresco. Doy un trago y sigo hacia el sueño americano. A lo lejos se perciben las luces de la ciudad, los ruidos y los coches. Estoy tan cerca de la meta…
Voy cruzando una calle enorme con letreros que no comprendo. Enfrente hay un hotel con un anuncio en español que señala que solicitan lavaplatos y ayudantes de cocina. Al ingresar a ese edificio, un anciano explica en mi idioma que me dará oportunidad de quedarme en uno de los cuartos y que puedo agarrar comida del refrigerado y ropa del closet.
En la habitación hay aire acondicionado y sábanas blancas de seda. Después de darme un baño, me pongo un pijama que tomé de uno de los cajones. La comida es deliciosa. Estoy echado encima de la alfombra y de verdad no logro entender la suerte que he tenido. En el fondo siento tristeza por el fulano que falleció en el desierto. Los ojos se cierran sin control y decido tomar una siesta. Sorpresivamente siento calor, sed y malestar. Una mano callosa me jala el brazo. Es el maldito centroamericano. Me pregunto: ¿Cómo llegó hasta aquí?
El individuo asegura que me mordió una serpiente. Abro bien los ojos y noto que estoy en la inmensidad del desierto. Es de noche, el cielo está estrellado y los buitres se alborozan. Me tengo que ir, lo siento, amigo, dice el hombre.
Me abandona en medio de la nada. Intento mover el cuerpo y no lo consigo. Tengo miedo a lo desconocido. Veo la figura de mi acompañante que se desvanece. Cierro los ojos.
Servando Clemens. Nació un día 9 de febrero de 1981 en México. Estudió la cerrera de administración de empresas. En sus ratos libres lee cuentos y novelas. Sus géneros favoritos son el fantástico y policíaco. Ha escrito varios cuentos breves.