Oculi

I

                                                                                                                                                     4 de julio 1898
Querido Abraham:
  Llegué a Whatley, ¡No tienes idea de la satisfacción que experimenté! Cuando pude adentrarme al vestíbulo, una brisa cálida golpeó mi rostro luego de tantas horas sin una chimenea frente a mí. 
  Dejé mi equipo para que lo revisaran y una mujer se me acercó y, luego de explicarme ciertas cuestiones, me guió a mi cuarto. Una de estas cuestiones fue ''— La chimenea siempre debe de estar alimentada.'', creo y es algo más que sensato con la inclemencia del invierno. 
  La empleada se llamaba Doris. Subimos por una escalera de madera, oscura, con trazos de pincel blancos y negros. En cada uno de estos escalones, había una letra, L, U, D, etcétera. Captó mi atención, pensé en preguntar a qué se debía, pero me abstuve y disfruté el pintoresco recorrido. Me dejó solo y se retiró señalando el lugar que me correspondía.
  Mi habitación estaba al final de un largo pasillo, rodeado de otros salones, aventuro unas veinte salas. En uno de ellos había una máquina de escribir, celeste, con sus componentes metálicos un tanto oxidados. En otra, había algunos cuadros, ninguno me resultaba conocido, eran bastante tétricos. Por la luz chispeante se relucía la lobreguez de una de estas obras de arte, se veía un panel de madera rajado, acompañado de unos dedos con un extravagante albor en ellos. Frente, la esbelta figura de un hombre con un bastón hecho con fragmentos cadavéricos, con una sonrisa dibujada, extendiendo sus comisuras de forma penetrante a la vista. Preferí no curiosear más e instalarme. 
  Con un ademán de alivio giré el picaporte para contemplar las sábanas en perfecto estado. Había un escritorio con algunas hojas y una pluma que descansaba en la tinta con la que te escribo esto. Había un ventanal, con cristal teñido de un azul semejante al mar, y por él, a un ritmo vertiginoso divisé el exterior. Había un campo de tres hectáreas, con un enorme conjunto de árboles cipreses, que con varios lazos sostenían esculturas de un hombre levantando una L con la palma de la mano izquierda. En un descampado descansaban ríos rodeados por varias velas. Algunos peces se ahogaban por un salto instintivo que los sacaba de su zona y los ahogaba en la tierra. El campo se elevaba hacia una montaña pedregosa empinada, llena de árboles que daban la sensación de que iban a caer en cualquier momento. 
  En el siguiente campo, había trazos que separaban varios cuadrados que formaban un tablero, con figuras de reyes, caballos, diminutos soldados y torres. Parecían hechos por cartones tapados con telones negros, en el área contraria del tablero, mismas figuras, pero blancas. 
  El resto del campo era interrumpido por un enorme mural, que además de separar la mansión, tenía continuidad a un establecimiento inespecífico ahora mismo. Aunque sí que era enorme. Había tres torres en la entrada, una enorme escalinata que llevaba a un portón rojo, decolorado. El establecimiento estaba sostenido por enormes pilares rojizos. Las torres se unían con ayuda de un puente de madera tambaleante, y el resto se cubría con vallas hechas por tiras de madera de aspecto frágil. Lo demás se ocultaba en las copas de los árboles como refugio, en las hojas por las que los débiles rayos del sol se filtraban.

  Lo último que vi, fue un colorido jardín de rosas, que se pegaba a un laberinto por murallas de piedra.
  Abraham, me despido con un cordial saludo. Envíales mis cordiales saludos a tus hijos. Te comentaré más mañana, estoy agotado. 
  Con amor, Lucian. 



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En el texto hay: seres sobrenaturales, monstruos, cartas

Editado: 09.10.2018

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