Parte III
La música celta del compositor Adrian Von Ziegler se escucha con discreto volumen en lo que supone el comienzo de una mañana de domingo.
Un café largo, aún humeante, termina de decorar el escenario desde el cual escribo.
Son notas muy bonitas las que componen esa música que tanto evoca a densos bosques. Pero también resultan calmadas y acompasadas hasta el punto de tornarse pesadas.
Aunque, quizá, sea mi estado de ánimo el que las encaja de tal forma.
Suelo afirmar que los domingos son días complicados. Días tramposos.
Lo que se presenta como el oasis del tiempo libre para una gran mayoría, esconde en verdad lo furibundo del acabarse de la semana.
El resultado no suele ser otro que un creciente malhumor casi obsesivo con los pensamientos negativos.
Algo así como que la guinda del pastel esté pasada.
Aunque, una vez más, quizá ello se deba a un estado alterado en mi percepción.
Cuando un bipolar comienza a sentir las cadenas de la depresión debe actuar rápidamente.
No obstante, ¿Cuándo los maníaco depresivos estamos exentos de ella?
Recientemente se ha descubierto que los picos altos de nuestra enfermedad no son otra cosa que intentos por contrarrestar la base depresiva que nos caracteriza. Ramalazos fugaces de la propia mente que busca salvarse del sufrimiento crónico.
Y aquí sí que no hay vuelta de hoja. Sé de lo que hablo. Y lo sé porque lo siento.
Los días de dolor suman ya en torno a una semana.
El inicio de las caídas en depresión suele tener mucho de ciclotímico. Como si de un domingo eterno se tratasen, las diferentes jornadas van pasando sin que puedas sentirte ni remotamente cómodo. El mal humor va creciendo, en tanto tu hogar pasa a convertirse en una pequeña prisión, que no es más que la extensión de cómo te sientes dentro de tu propia mente.
Como si la maquinaria que gesta tu habitual día a día se encontrase tan averiada que ya no tuviese sentido siquiera actuar.
De forma paulatina, la inactividad va abriéndose paso en las filas de tus rutinas.
Lentamente, las horas de sueño van sumando alguna que otra más al cómputo diario.
Cuando te vienes a dar cuenta, tienes ya las piernas metidas de lleno en las arenas movedizas que representan la depresión.
Es en este punto donde se pretende que los bipolares quedemos.
Ni muy arriba, ni muy abajo.
Teniendo en cuenta que este viaje que has emprendido junto a mí, querido lector, versa en torno a la estabilidad, debo aplaudir tal voluntad.
A lo largo de la década anterior hubiese escupido fuego ante la simple idea de sumir a los enfermos mentales en una fase desagradable, con tal de perpetrarla por siempre.
Pero es que, ¿Cómo diablos pretendemos conquistar la estabilidad de otro modo?
No hay nada que aprender ni de la manía ni de la depresión.
Lo primero supone algo así como el sombrero de un mago loco, en tanto se sacará de la chistera conceptos, teorías y actitudes que, a lo sumo, solo nos servirán para pagarnos un billete de ida al psiquiátrico.
Lo segundo es algo tan personal como intransferible.
Los demás pueden decidir apoyar en mayor o menos medida a alguien depresivo, pero en ningún caso podrán ver con sus ojos la decadencia del desmoronarse de su mundo.
¿Y qué sacamos en claro de ese gris territorio desolado?
Tras un buen número de fases bajas en mi haber, lo único que puedo afirmar al respecto es que no quiero estar nunca más ahí.
Es como si te solicitasen un estudio de las profundidades marinas cuando lo único que buscas es algo de oxígeno.
Pero, claro, la alternativa rápida de la mente es igual de tramposa.
Sin preguntas ni previo aviso, emergemos en algún punto del tortuoso trayecto con una base de energía renovada.
El ciclo que se repite, por enésima vez.
Es por ello que, en mi búsqueda por la estabilidad, ahora que me siento ubicado en el mapa de mi estado anímico, apuesto por no moverme ya demasiado.
Si bien en las manías uno puede sentirse en claro ascenso vertiginoso, el símil entre la depresión y las arenas movedizas no puede resultarme más adecuado.
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trastornos mentales, diario de vida, pensamientos y reflexiones
Editado: 20.06.2021