Cerré la puerta de mi cuarto y me recargué en ella, dejándome caer lentamente hasta que mis rodillas tocaron el suelo. La presión que había estado acumulándose dentro de mí se liberó de golpe, como una presa que finalmente cede ante la fuerza de las aguas. Sentí cómo todo el aire era succionado de la habitación, dejándome sin aliento. Me desplomé en el suelo, mis manos temblaban incontrolablemente mientras mi mente se inundaba con el miedo y la desesperación que había intentado reprimir durante tanto tiempo.
No pude evitar que las lágrimas brotaran de mis ojos, resbalando por mis mejillas con una furia silenciosa. Cada sollozo era un grito sofocado, una lucha contra el abismo que amenazaba con tragarse todo lo que conocía. Detrás de mí, escuché un suave golpe en la puerta. Sabía que era Derek; lo sentía en lo profundo de mi ser, aunque lo último que deseaba era enfrentarme a él en ese momento.
La idea de no abrirle la puerta y de escapar de todo esto se hizo cada vez más tentadora. ¿Qué pasaría si simplemente desapareciera? Si corría tan lejos que nunca más tuviera que ver esa expresión imperturbable en su rostro. Pero, con un suspiro tembloroso, me hice a un lado y giré la perilla. No había escapatoria. No realmente.
Derek entró con la misma prisa contenida de siempre, su rostro mantenía esa calma inquietante que comenzaba a molestarme. ¿Cómo podía ser tan frío, tan distante, tan "calmado" cuando todo a nuestro alrededor se desmoronaba?
—Derek —susurré, incapaz de alzar la voz—, ¿qué vamos a hacer?
Mis palabras se sentían vacías, como si pertenecieran a otra persona. El pánico se apoderaba de mí, estrangulando cualquier atisbo de cordura que me quedaba.
Él se inclinó hacia mí, tomando mis manos temblorosas entre las suyas. Su tacto era cálido, pero no me reconfortaba; solo me recordaba cuán fría se había vuelto mi alma.
—No te preocupes, Eleonor. Lo resolveremos —dijo con esa voz suave y controlada que tanto me exasperaba.
Pero en lugar de calmarme, sus palabras vacías solo hicieron que mi ansiedad se disparara aún más. Sabía, en lo más profundo de mi corazón, que ya no podía depender de sus promesas para ahuyentar el miedo que me consumía. El reloj seguía corriendo, y con cada segundo que pasaba, más miedo tenía.
—Necesitamos una solución, y la necesitamos ahora —dije—. No podemos dejar que el doctor me examine. Si lo hace, todo se acabará.
Derek asintió lentamente, como si mis palabras no fueran más que un susurro llevado por el viento. Podía ver cómo su mente trabajaba en silencio, buscando alguna salida, algún plan desesperado que pudiera salvarnos de este desastre inminente.
—Hablaré con el doctor antes de que te vea —dijo finalmente—. Haré que entienda la situación y le diré qué debe hacer.
Su confianza me pareció casi absurda. ¿Cómo podía él manejar algo tan complicado con tanta seguridad? Pero en ese momento, no tenía otra opción más que aferrarme a la esperanza que él me ofrecía, por muy frágil que fuera. No importaba lo desesperada que fuera nuestra situación; tenía que creer que Derek encontraría una manera de manejarlo.
—Está bien —respondí, tratando de calmar mi respiración, aunque mis palabras carecían de convicción.
Derek se giró para irse, pero antes de salir de la habitación, se detuvo en el umbral, como si recordara algo importante.
—El doctor vendrá en un momento, así que no te preocupes. Descansa mientras tanto —dijo con su tono siempre controlado. Pero antes de salir, añadió—: Una última cosa. Mi padre quiere organizar una reunión en la manada. Será una fiesta pequeña por nuestro embarazo.
La palabra "nuestro" resonó con una frialdad que me atravesó como una daga. Derek la pronunció con un tono que parecía cargado de una amargura que hasta entonces no había detectado en él. Era casi como si decirlo en voz alta le doliera tanto como a mí escucharla.
Después de que Derek salió, el silencio envolvió la habitación como un manto pesado y sofocante. Me quedé inmóvil en el suelo, con la mirada fija en el techo, luchando por ordenar mis pensamientos en medio del caos que reinaba en mi mente. La mención de la fiesta de celebración del embarazo resonaba en mis oídos como una cruel ironía. Mi vientre estaba vacío, y la idea de celebrar algo que no existía me llenaba de un profundo sentimiento de repulsión y tristeza.
Los minutos pasaban con una lentitud tortuosa, y cada tic-tac del reloj parecía martillar en mi mente, recordándome la fragilidad de mi situación. ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿En qué momento había perdido el control sobre mi propia vida? Una punzada de dolor atravesó mi pecho al recordar los días en que mi futuro parecía tan diferente, tan lleno de posibilidades y elecciones que eran verdaderamente mías, no dictadas por las crueles expectativas de otros.
Me levanté del suelo, tambaleándome ligeramente, y caminé hacia el espejo que colgaba en la pared. La persona que me devolvía la mirada desde el reflejo apenas se parecía a la que una vez fui. Había una oscuridad en mis ojos que no recordaba haber visto antes, un vacío que me aterraba profundamente. Era como si todo lo que alguna vez me hizo ser quien soy, hubiese sido consumido por el miedo, dejando solo una sombra de lo que fui.
El miedo me paralizaba, me ataba a esa vida que ahora odiaba, pero bajo ese miedo comenzaba a latir algo más fuerte, algo que había intentado suprimir durante todo este tiempo: la rabia. Una rabia intensa que se alimentaba de la impotencia, de la injusticia de mi situación, de las mentiras y manipulaciones que me habían arrastrado hasta este abismo.
¿Por qué tenía que ser yo la que sacrificara todo? ¿Por qué tenía que cargar con las mentiras de Derek, soportar su plan insensato que solo traería más dolor? La ira comenzó a arder en mi interior, quemando la desesperación que antes me dominaba. Me acerqué al espejo, observando con detenimiento la figura frágil que me devolvía la mirada. Mi reflejo parecía casi irreconocible.
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Editado: 18.09.2024