—... ¿Qué? —musitó Derek con la voz quebrada, sintiendo, al igual que quienes lo rodeaban, cómo se le estrujaba el corazón.
—No lo dices en serio...
Liam desvió la mirada, resoplando mientras se limpiaba una lágrima que amenazaba con humedecer su rostro. Luego se enderezó, ubicando sus manos de determinada forma sobre el pecho de Rose, comprimiendo varias veces con todo su peso. Dirigió la vista hacia sus hermanos, quienes lo veían totalmente impactados todavía.
—Nathan, ven aquí.
—No... y-yo no... No puedo —balbuceó el mayor, retrocediendo un par de pasos hacia atrás, mientras poco a poco caía en la cuenta de lo que ocurría.
—Agh, bien —escupió su hermano, mirando entonces al restante entre los tres—. Derek, ve con Opal.
Él asintió, sin poder quitar el amargo sabor de su boca. Entonces hizo igual que Liam, colocando las manos de la misma manera, con las palmas hacia abajo, una encima de la otra, y usando toda su fuerza para presionar en donde se supondría que está el corazón. Ambos, al tanto de que aquello podía no funcionar, estaban completamente negados a no intentarlo, a aceptar sin más el destino terminal de sus amigas.
—Treinta veces, revisas si respira, sino un boca a, ya sabes cómo hacerlo.
El de cabellos más oscuros asintió, ambos siguiendo las indicaciones que el menor entre ellos había dado. Contaban mentalmente hasta treinta, cada uno con un compás diferente, teniendo en cuenta que habían comenzado en momentos distintos. Primero Liam, luego Derek, rodeaban la boca de cada gemela con la propia, tapando sus narices y dándoles esa respiración que, en realidad, ellas no necesitaban. Pasaron un par de minutos así, los resultados no eran para nada prometedores. Volvían a presionar, usando todo el peso de sus cuerpos en el proceso, cada vez más desesperados, y nada. Nathan seguía paralizado, se le alborotaba el corazón, pero no podía moverse del lugar.
—No c-c-... no creo que... chicos. —La voz de Raphael, tambaleante, dolorosa, los obligó a mirarle.
En los ojos de esos dos, que aún intentaban salvarlas, se vio reflejada una ola de emociones. La ya nombrada desesperación, acompañada por el creciente temor, ira, una profunda tristeza. Era igual para Nath, quien se sentía, se veía a sí mismo, más débil que nunca antes en toda su larga vida. El más joven entre esos cuatro hombres buscó la mirada de Liam, comunicándole lo que creía en su lengua de señas, esa que poco a poco se iba acostumbrando a usar, ya asimilando la posibilidad de que la sordera se le volviera una discapacidad permanente. Le recordó a su tío lo que ya sabía: esos corazones que querían reanimar eran de metal, esas mujeres no necesitaban aire para vivir, no respiraban. Nada de lo que pudieran hacer con un ser vivo promedio sería de utilidad para salvarlas a ellas, sus cuerpos eran en buena parte solamente cables y metal. Y, para finalizar, terminando de destrozarle el corazón, les agradeció a los dos el intento, regalándoles una mueca apenada, tan sincera como podía serlo entonces. Le emoción de tener a su hija con vida era suficiente para poner una sonrisa en su rostro, pero no para borrar el dolor de perder a su madre, a su tía, a esas dos mujeres que tanto amaba. No bastaba para secar sus lágrimas. Entonces se dedicó a abrazar a su padre, pasando apenas un brazo por sus hombros, como lo habría hecho él alguna vez.
—Madre mía... qué estúpido me siento —confesó él, cubriendo su rostro, convencido de tener que ser quien consuele a su hijo, no al revés.
—Ya no p-puedes negar que es el amor de tu vida —respondió el chico, con esa misma sonrisa de antes—. Es mi madre, sí… p-pero lleva más tiempo contigo que junto a mí, no tienes p-p-… por qué sentirte así.
El padre asintió, dejando que su hijo lo consuele. Se escondió por un momento en el hombro ajeno, aceptando llorar su pérdida, pero negando que alguien lo viera. Entonces, Liam suspiró, sentándose de golpe entre el polvo y la tierra del suelo. Miró un segundo a la mujer, esa que tenía más peso en la conversación que su hermano mantuvo con Raphael un segundo atrás.
—Era-… es… mi mejor amiga —susurró, deslizando luego su mirada hacia la gemela de esta—. Ambas lo son.
Pero uno de ellos se mantuvo en silencio, solo viendo el rostro de su amada, su semblante apagado, viéndose ella como si tan solo estuviese dormida, como si hubiera caído en un profundo y eterno sueño. Lo delineó con ternura, acariciando despacio su piel mientras pensaba en todos esos años que estuvieron apartados uno del otro, pensando en el tiempo que pudo haber aprovechado de otra manera. Los tres lo hicieron, creyendo que, si hubiesen decidido quedarse, a lo mejor el sentimiento sería diferente, a lo mejor todo sería diferente. A lo mejor, nada de eso habría pasado. Aunque no tenían forma de saberlo, era ya parte de su pasado, a esas alturas, inalterable.
Sus lamentos se extendieron por varias horas, largas, densas, en las que se negaron a moverse de ese sitio, motivados por el, para ellos, ilógico deseo de que algo más sucediese. Además, los calmaba un poco el hecho de que Ruby estuviese cuidando de su hermana, a sabiendas de que no deberían preocuparse por ello, por ella. Varias horas de casi un absoluto silencio, interrumpido por algún suspiro, algún sollozo; o risas nerviosas, resultado de recuerdos que atacaban ferozmente sus mentes; de miradas entristecidas. Horas en las que se quedaron esperando un milagro más, un último favor del universo, uno que quizás no merecían. Esperaron por algo que las devolviera a la vida, una nueva de esas casualidades tan convenientes a las que, luego de tantas aventuras todos juntos, ya se habían acostumbrado. Pues se negaban, se siguieron negando, a aceptarlo del todo. Dos de las mujeres más poderosas que habían llegado a conocer, imágenes vivas del equilibrio y el orden. Cientos de seguidores, civilizaciones, planetas enteros que las adoraban como diosas. Y todo aquello, ¿para qué? ¿Qué ocurriría con eso ahora que ellas no estaban? ¿Acaso sería el fin? Horas enteras en las que se dedicaron a analizarlas, desde sus rostros más iluminados que antes, hasta las nuevas ropas de batalla que habían heredado de su fusión. La capa blanca y rasgada que llevaba Opal, las correas y cadenas que cubrían el traje de Rose. Las heridas permanentes que tenía cada una. Esa cicatriz que la morocha le trasmitió a sus descendientes, la quemadura que una rubia escondía bajo vendas enrojecidas, pintadas por la sangre de otros, y un guante de cuero. Todo lo que pudieron ver en ellas, en su expresión; en su entorno, en ellos mismos; en el pasado, el presente que compartieron o compartían con las gemelas, y en el futuro que les fue negado. En todo lo que pudieron pensar, todo lo pensaron. Y todo lo que pudieron ver, todo lo vieron varias veces.
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Editado: 18.07.2021