Sólo podía sentir frío. El frío del metal de la mesa en la que estaba acostada, el frío de las cadenas que me ataban los pies, el frío de los grilletes que me inmovilizaban las muñecas, el frío de la banda de metal alrededor de mi cintura, la correa de cuero que me ataba la cabeza, con hebillas de metal, también frías, todo.
Estaba temblando, no solo por lo helado que estaba todo, sino también por lo que estaba sucediendo. Ya me había pasado un par de veces, dos días a la semana desde que había llegado a ese lugar, y aún no me acostumbraba. Mi mente desde entonces pudo haber cambiado mucho, ahora fantasmas de pensamientos me asaltaban con mucha frecuencia, pero siempre tendría bien en claro los períodos de tiempo en los que me tocaba hacer esto.
A veces, durante las tres o cuatro horas que debía pasar atada a la camilla, había pequeños momentos de descanso, momentos de inconsciencia en donde perdía totalmente el control sobre mí, y flotaba, entre el dolor, el frío que me llegaba hasta los huesos, y el sueño, pequeños momentos en lo que todo se detenía, por al menos unos instantes de misericordia en los que quién sabe lo que las personas a mi alrededor estudiaban en esos momentos. Quizá signos vitales, quizá la reacción de mi cuerpo a las diferentes inyecciones o drogas, no me importaba. Yo lo agradecía. Agradecía que me otorgaran algunos segundos de descanso, justo cuando creía que no aguantaría más, que ya me dejaría ir, que todo acabaría. A veces, pensaba que sería mejor que me mataran de una vez, terminar con todo, pero no pasará. Ellos me necesitan viva, y yo, a pesar de todo, no quiero morir.
Abrí los ojos, con todo el esfuerzo que fui capaz de reunir, pero en seguida me di cuenta de que fue un grandísimo error, pues mi dolor de cabeza aumentó todavía más, si es que eso fuera posible. Odiaba la intensa luz amarilla que ponían directo sobre mi cuando trabajaban, si de por si sus experimentos no eran lo suficientemente dolorosos, la guinda del pastel quedaba con la luz.
Sollocé cuando sentí de nuevo el algodón impregnado de alcohol en mi brazo, pues sabía lo que significaba, me removí, balbuceando una súplica, y traté con las fuerzas que me quedaban, librarme de mis ataduras. Quizá pudiera sacármelas de encima, quizá pudiera correr por el pasillo, quizá pudiera evitar lo que venía.
Pero no podía, y con un bufido que pareció un “no” la aguja se clavó en mis brazos.
Luego de tres segundos en los que se sentía mi boca seca, mi cuerpo paralizado y mis dedos entumecidos, empezaba; así que esperé. Uno, cómo desearía un vaso de agua ahora. Dos, me costaba respirar, era un instante de parálisis, como yo lo llamaba. Tres, mis dedos comenzaban a hormiguear. En tanto pudiera moverlos de nuevo, comenzaría.
Mi cabeza dolió, dolió tanto como si un ladrillo hubiera impactado con mi cerebro, mi vista se nubló y me costaba pensar, espasmódicamente y sin ningún control por mi parte mi cuerpo se removía, una y otra vez, mientras el líquido amarillo corría por mis venas como fuego. Mi espalda se arqueó y traté de gritar, pero se quedó en un grito sordo.
Una mujer hermosa se reía, su cabello era negro, lacio y muy largo, algo me decía que la conocía pero no recordaba de qué, aunque justo en ese momento no podía recordar si quiera mi nombre. Una niebla la cubrió y ella misma estaba allí de nuevo, pero ya no reía, sino que llevaba un pequeño bebé en brazos, y lo miraba como a un tesoro. Como a un recuerdo lejano, me sentí gritar de dolor, y entonces la escena se desfiguró y comenzó a dar vueltas y más vueltas, momento en lo que sentí mi estómago contraerse sobre sí mismo, sentí mi garganta apretada, apunto de vomitar. Cuando todo se estabilizó, aquella mujer había desaparecido, quedando un negro pasillo del mismo color que su cabello, con un rectángulo de cegadora luz blanca que se derramaba por el piso. De la puerta, dos hombres de batas blancas con rostros borrosos caminaban por él, enfrascados en una intensa conversación, señalando unos papeles que llevaban en las manos, se detuvieron, y frente a ellos, se alzó una celda con barrotes de hierro. Podía ver allí a una criatura, acurrucada sobre una sucia manta en el suelo. Era una chica, y aquella chica se parecía a mí, solo que era imposible. Era una parodia demasiado andrajosa y sucia como para serlo, millones de moretones de todos los tonos de morado, azul y verde se extendían por todo lo que se podía verle de piel. Estaba delgada, con el cabello negro sucio y apelmazado, solo llevando un camisón demasiado grande para ella, y se le resbalaba por los hombros. Miró a las dos figuras paradas frente a ella, y con una mirada de odio escupió a los barrotes. A los dos hombres no pareció gustarles, porque sacaron una pistola y le dieron una descarga eléctrica. Ella se desplomó en el piso, estremeciéndose. Sin duda se parecía a mí.
Las dos siluetas siguieron su camino, y entraron por otra puerta, de luz blanca también. Al otro lado, no había dos adultos, sino tres chicos. Era una sala pequeña y muchísimo más limpia que aquella celda. Era de paredes acolchadas, con una escena triste de ver, y como en un sueño, escuché mi propio llanto, quizá yo tratando de escapar de las alucinaciones que aquella inyección me producía, me dolieron las muñecas, presionándolas contra los grilletes, sólo logrando hacerme más daño todavía. Ya adentro, las tres personas se miraban entre ellos, con ojos de locos, pálidos y temblorosos. Creo, uno de los tres allí era yo. La puerta se abrió, más allá sólo había negro. Los tres nos sobresaltamos, y abrazados a las piernas con las manos en los oídos, gritábamos. “¡No, no!” pedíamos sollozando. Tres personas entraron a la sala, y se acercaron a un chico rubio que estaba cerca de la puerta. Este se apartó, desesperado, gritando, negando con la cabeza todo lo que podía. No le hicieron caso, y lo agarraron de la cintura, levantándolo. Sus gritos rebotaban en la sala y aumentaban mi dolor de cabeza. Me miró, extendiendo los brazos hacia mí, clamando por ayuda. “¡Sarah, ayúdame, Sarah, por favor!” Creí que escuchar, pero, en todo lo que estaba viendo, negué con la cabeza, cerré los ojos con fuerza y me tapé los oídos.