Orestes y su lazarillo desconfiaban de la situación. La presencia de la mujer afuera generaba dudas; no estaban seguros de que se tratara realmente de Horana. Al príncipe le parecía sospechoso, pero Beramir quería creer que su intuición estaba equivocada y que la mujer sí era la verdadera sabidia.
Hubo un momento en el que Beramir notó algo extraño. Fénix no se acercaba a Horana. Esta fue la prueba de que el ave sí era la auténtica, pero Horana, en realidad, era una cambiaformas.
—Es un impostor; cambiaformas, mi señor —advirtió el chico y, tras respirar profundamente, se armó de valor y, blandiendo la espada de Orestes, dijo con desdén—: Yo lo enfrentaré.
—No puedes luchar indiscriminadamente con los seres de este lugar, Beramir. No tienes experiencia —comentó Orestes.
—Lo sé, pero usted debe llegar hasta Manwa y yo lo voy a sacar de aquí. —Habló el lazarillo mientras se disponía a enfrentar a aquel oscuro ser desconocido.
Mientras tanto, Horana buscaba desesperadamente a Orestes y al chico. La mujer no se atrevía a gritar, ya que hacerlo podría exponerla al peligro. Después de buscar y buscar, logró divisar a Beramir luchando a lo lejos con un ente cuyo aspecto físico era idéntico al suyo.
—No puede ser posible. —dijo Horana con mucho asombro.
La sabidia corrió velozmente hasta acercarse a Beramir y ayudarlo a pelear contra el cambiaformas. Este, a su vez, iba demostrando su verdadero rostro a medida que iba agotándose por la pelea.
Sirio y Proción cuidaban a su amo y Fénix voló hasta su dueña, pero Horana le ordenó volar y hallar la salida de la selva. El ave obedeció a la mujer y voló buscando una salida. La sabidia seguía luchando sobremanera hasta que finalmente, y al mismo tiempo que Beramir, clavaron las espadas en el pecho del cambiaformas.
Fue allí que el lazarillo no perdió el tiempo y fue por Orestes, lo tomó de la mano derecha y llamando a los perros siguieron caminando en compañía de Horana. Una hora más tarde, Fénix regresó con una hoja de diamante en su pico, la cuál era de un árbol ubicado en la salida de la selva negra.
—Vuela mi fiel compañero, y guíanos hasta la salida. —demandó Horana.
El ave volaba a una altura considerable para que no la perdieran de vista, y luego de recorrer casi dos kilómetros, pudieron encontrar la salida. Con presteza, pero con mucha discreción, caminaron hasta poder observar los límites de la Selva Negra. Era tanta la emoción que no se percataron que al pasar el árbol de diamantes había un abismo.
Fénix quedó en el aire, pero Horana, Orestes, Beramir y los perros cayeron al abismo. Aunque, algo extraño pasó; al estar a eso de diez metros de profundidad, una fuerza extraña los atrajo hacia arriba. El ave intentó socorrerlos al ver que habían quedado inconscientes. Fénix también perdió el conocimiento mientras que ascendían velozmente.
Poco después, despertaron en un hermoso palacio hecho de oro en su totalidad. Confundidos y emocionados, se preguntaban que en dónde estaban, pero la presencia de una hechicera respondió a su inquietud; habían conseguido llegar a Manwa.
—¡Bienvenido al palacio dorado, príncipe Orestes! —Habló Tinia, la única hechicera de devolverle la vista al hijo de las estrellas.
—Tinia, hermosa y benevolente hechicera, te ruego me ayudes a recobrar la vista. Necesito continuar mi viaje por todo Caenus. —suplicó Orestes al borde del llanto.
Tinia miró a Fénix y dijo —necesito una pluma de esta hermosa ave.
Horana arrancó una pluma de su fiel amigo y se la entregó a Tinia, quien muy agradecida les pidió amablemente que tomaran asiento, pues debía preparar a Orestes para el conjuro de la Aurora.
Para este ritual, Tinia ubicó a Orestes en medio del círculo dorado ubicado en el centro del salón principal del palacio. Le ordenó al hijo de las estrellas mirar hacia arriba, ya que en el techo había un enorme ventanal por donde entraba una luz azulada proveniente de Alnitak, reflejada por un espejo de plata.
Aquella luz apuntaba directamente al rostro de Orestes, en especial a sus ojos malheridos. Tinia conservaba un franco con gotas de rocío las cuales debía aplicar sobre los ojos de Orestes con la pluma de un ave místico, por eso pidió una pluma de Fénix.
Tinia empapó la pluma con el rocío, luego elevó la elevó en dirección al espejo diciendo —”Aurora, dale a Orestes la vista perdida. Con luz divina, sana esta herida. Ojos que ven en la oscuridad, recobrad la luz y la claridad.”
Cuando en el cielo se comenzó a manifestar una especie de aurora boreal, Tinia pasó la pluma empapada de rocío sobre los ojos de Orestes. Luego, le dijo —Abre los ojos, hijo de las estrellas, la aurora desea que la veas.
Orestes abrió sus ojos lentamente, quebrado en llanto de felicidad decía con mucha emoción —Puedo ver, finalmente, puedo ver.
Los ojos del príncipe se veían más sanos que antes, su vista era más clara y sus lágrimas más cristalinas. Como agradecimiento, besó las manos de Tinia y se postró ante ella como señal de respeto. Luego, volteó a ver a Beramir, su lazarillo, a quien deseaba contemplar su rostro desde hace mucho.
—Acércate, pequeño —ordenó —déjame darte un abrazo.