Cuando abro los ojos, recuerdo porque estamos en el suelo. Nos quedamos dormidos sin darnos cuenta. Nathan todavía rodea mi cuerpo con su brazo y tiene los ojos cerrados, y aunque estoy muy a gusto con él, decido levantarme y dejarlo dormir un poco más.
Cierro la puerta de su habitación y bajo las escaleras haciendo el menor ruido posible. Agradezco que estemos solos, no sabría por dónde empezar a explicar a sus padres todo lo que ha pasado estos últimos días.
Nathan necesita despejarse y comer algo, no ha probado bocado desde ayer y tiene que tener hambre. Preparo café para los dos, unas tostadas y unas tortillas. Lo sirvo todo en dos platos y hago tiempo fregando los utensilios que he utilizado para cocinar.
—Buenos días —dice Nathan.
Le sigo con la mirada mientras se dirige hacia uno de los taburetes, se sienta y me mira fijamente antes de taparse la cara con las manos.
—Me han llamado de la universidad, quieren verme —dice completamente serio.
Quiero decir algo, pero me he quedado sin palabras.
—¿Cuándo?
—Hoy —Se lleva una tostada a la boca y la mastica con lentitud.
—Te acompaño.
—Melissa, no creo que sea lo mejor.
—Nathan... te voy a acompañar quieras o no. No te voy a dejar solo en un momento como este.
Me seco las manos y me acerco a él. Nathan posa sus manos en mis caderas y me coloca entre sus piernas. Rodeo su cuello con mis brazos y lo atraigo hacia mí para darle un abrazo.
Nathan une nuestros labios con necesidad, con desesperación. Si no supiera que esto se va a quedar en un susto y que no va a ir a más, pensaría que se está despidiendo de mí.
Desayunamos tranquilamente y salimos directos hacia la universidad. Nathan hace una parada en su fraternidad para asearse y ponerse un poco más decente. Cuando sale y vuelve a subir al coche, me fijo en que no nos queda mucho tiempo, así que no hacemos ninguna parada más y conduce hasta el aparcamiento del campus.
En cuanto nos encontramos enfrente de la puerta del despacho de la rectora del campus Nathan suelta mi mano.
—Tengo que entrar solo, nos vemos después —Acerca sus labios a mi frente y me da un beso.
—Supongo que sabes porque te hemos hecho venir.
Asiento con la cabeza y permanezco en silencio.
Frente a mí se encuentra la rectora del campus, una mujer de unos cincuenta años, con el pelo castaño, el cual lleva perfectamente recogido en un moño, y un semblante bastante serio. A su lado, la acompaña el entrenador Connor.
—Tu entrenador me ha puesto al tanto de tus prácticas poco apropiadas para ganar los campeonatos de boxeo.
Una voz en mi interior quiere gritar y decirle todo lo que sé, toda la verdad. ¿De verdad voy a dejar que el entrenador se salga con la suya y sea yo el que salga perdiendo?
—¿Y no se pregunta de dónde puedo yo haber sacado ese tipo de pastillas? —digo dirigiendo mi mirada al entrenador.
Este traga saliva y en el tiempo que tarda en reaccionar la decana, se prepara una coartada que me deja helado.
—Tus acusaciones dicen mucho de ti, muchacho. En los diez años que llevo trabajando para esta universidad, ninguno de mis luchadores ha tomado este tipo de pastillas. Puedo demostrarlo, porque a todos se les hace una prueba antidoping antes de cada campeonato. Una prueba, en la que hasta ahora, solo tú has dado positivo.
Es un manipulador.
Claro que nunca han dado positivo, porque él se encargaba de que las muestras para el test fueran de alumnos, ajenos al boxeo, que no tuvieran ningún tipo de droga en la sangre.
—Mira Nathan, conozco a tu padre, somos muy buenos amigos. Todavía no me he puesto en contacto con él, pero tarde o temprano lo sabrá.
La decana entrelaza sus manos, las apoya en su boca y suelta un largo suspiro antes de continuar:
—Lo siento mucho Nathan, estoy muy segura de que no eres un mal chico, pero en esta universidad tenemos una política muy clara y no podemos pasar por alto lo que ha pasado. No solo es una decisión mía, tenemos que garantizar la seguridad de todos los alumnos y lamentablemente no vas a poder continuar con tus estudios en nuestra universidad.
¿Garantizar la seguridad de sus alumnos? ¿Está hablando en serio? Si tanto se preocuparan por ellos, investigarían bien a quien tienen como profesorado en su magnífica universidad.
—¿Hemos acabado? —digo conteniendo toda la ira.
—Sí.
Arrastro la silla con fuerza y salgo de su despacho sin mirar atrás. No me puedo creer lo que me está pasando. Tenía muchos problemas, después del accidente todo me daba igual. No pensé en las consecuencias que conllevarían mis actos.
Ahora tengo que pagar por ellas.
Melissa sigue en la sala de espera cuando salgo y se levanta en cuanto me ve. Nuestras miradas conectan y no me hace falta decirle mucho porque rápidamente comprende lo que está pasando.
—¡Esto no es justo, tú no has hecho nada!
Se acerca a mí rápidamente y me rodea con sus brazos. Comienza a sollozar y siento como sus lágrimas mojan mi camiseta.