El sábado amaneció con el tipo de sol que parecía tener buenas intenciones, como esos vendedores que sonríen demasiado antes de ofrecerte algo que no necesitas. Su luz se filtraba por las cortinas con una suavidad engañosa, prometiendo un día amable, casi festivo. Pero en realidad, lo único que hacía era recalentar las calles, derretir las ganas de cualquiera de salir de la cama, y convertir el aire en una especie de sopa tibia que se pegaba a la piel.
Para Sebastián, sin embargo, aquel día no era como cualquier otro. No podía permitirse el lujo de quedarse entre las sábanas, ni de quejarse del calor como hacía normalmente. Era el día de la misión. El día en que todo —según Anita— podía empezar a cambiar.
Ella lo había bautizado con entusiasmo como Operación Reconquista, y aunque el nombre le parecía más propio de una telenovela de los ochenta, con música dramática y miradas intensas en pasillos de hospital, no se atrevió a contradecirla. Anita no solo había diseñado el plan; lo había ensayado, diagramado y explicado con la precisión de una general en plena campaña. Él, por su parte, era apenas el soldado. El que debía seguir instrucciones, mantener la compostura y, con suerte, no tropezar en el momento crucial.
Mientras se sentaba al borde de la cama, con los pies descalzos tocando el suelo caliente, Sebastián se preguntó si alguna vez había estado realmente preparado para algo.
—¿Estás seguro que esto no va a salir mal? —preguntó Sebastián por quinta vez mientras se ajustaba la corbata frente al espejo, sin tener claro por qué necesitaba una para ir al parque.
—¿Qué puede salir mal? Solo necesitas decir lo que ensayamos. Y sonreír. Pero no esa sonrisa rara que pones cuando estás nervioso. Esa no. La otra, la que parece que sí te cepillaste los dientes —le respondió Anita, mientras se arreglaba dos trencitas frente al mismo espejo.
—No tengo otra sonrisa —gruñó él.
—Entonces practica. Y recuerda: no hagas chistes con la palabra “divorcio”. Mamá todavía no lo ha firmado, pero si haces el más mínimo chiste, lo firma con sangre.
Con esa amenaza flotando en el aire, salieron al parque. Anita llevaba una mochila misteriosa que se negaba a dejarle revisar, y una carpeta con el nombre “Plan B (por si todo se va al traste)”.
Clara ya estaba allí. Jugaba con Mateo, que corría en círculos imitando una mezcla entre dinosaurio y superhéroe. Cuando vio a Sebastián, se puso seria, cruzó los brazos y dijo un escueto:
—Hola.
Sebastián se acercó como si pisara hielo fino. Anita se adelantó con aire diplomático.
—Mamá, ¿podemos hacer un picnic sorpresa? Lo planeamos todos juntos. Bueno, casi todos. —Miró a Sebastián—. Él ayudó con el… transporte.
Clara arqueó una ceja.
—Ya tuvimos uno.
—Este es diferente
—¿Por qué? ¿Qué clase de picnic es?
—El tipo que incluye recuerdos, bocadillos y posiblemente una rendición emocional —dijo Anita con voz grave. Sebastián tosió. Clara frunció el ceño.
—¿Y eso qué significa?
—¡Significa que te trajimos empanadas de queso, y unas servilletas con cosas lindas escritas! —intervino Mateo desde su mundo paralelo.
Clara se dejó llevar, más por los ojos esperanzados de los niños que por algún deseo real de compartir espacio con Sebastián. Se sentaron sobre una manta con estampado de aguacates —detalle de Anita—, mientras él trataba de recordar todo lo que habían practicado.
—Clara —empezó él, tragando saliva—, sé que no soy el mejor en esto. En muchas cosas. Pero hay algo que tengo claro: cada día que paso lejos de ti y de los niños… siento que me pierdo más.
Ella lo miró, seria.
—¿Y recién te diste cuenta?
Sebastián bajó la cabeza.
—No. Pero antes fingía que no me importaba. Que podía seguir con mi vida, con mis cosas. Pero la verdad es que no hay nada mío que tenga sentido sin ustedes.
Un silencio se extendió. Mateo partía empanadas con la precisión de un científico loco, mientras Anita hacía señales desesperadas con las cejas para que su padre dijera la frase clave.
—Y también… —continuó él, con voz más baja—. También dejé a Camila.
Eso pareció tomar a Clara por sorpresa. Lo disimuló, pero Sebastián vio cómo sus hombros se tensaron.
—¿Y eso por qué?
—Porque… no era la persona adecuada para mí. —La miró de frente—. Porque ella no eres tú.
Clara no dijo nada. Tomó una servilleta con un corazón mal dibujado y la sostuvo en las manos. Sebastián quiso tocarla, tomarle la mano, pero se contuvo. Anita hizo una nota mental: reprimir impulsos hasta la etapa 4 del plan.
—A mí me pareció una Barbie sin batería —dijo Anita, rompiendo el silencio—. Solo decía “ay, qué lindo” o “no toques eso”. Yo no la extrañaré.
Mateo asintió con la boca llena.
—Ni yo. Era muy estirada, no le gustaba jugar con lodo.
Clara reprimió una sonrisa, lo que para Sebastián ya era un punto a favor. Entonces, Anita abrió su mochila misteriosa y sacó una caja. En su tapa decía: “Misión Clara”. Adentro había fotos de momentos juntos, dibujos de los niños, y una carta escrita a mano:
"Mamá, papá dice que no sabe escribir cartas bonitas, pero esta la hice yo por los dos. Queremos que vuelvas a reírte como antes. Queremos que vengas con nosotros a ver películas feas. Queremos que papá se quede, pero no como antes, sino mejor. Porque ahora sí se está esforzando."
Clara tragó saliva. El sonido fue apenas audible, pero en el silencio que los rodeaba, se sintió como una grieta. Las lágrimas le temblaban en los bordes de los ojos, suspendidas en un equilibrio precario, como si estuvieran esperando una señal para caer. No lloraba aún, pero la emoción se acumulaba en su mirada, en la tensión de sus labios, en la forma en que sus hombros parecían contener algo que no quería desbordarse.
Sebastián se levantó. Lo hizo con lentitud, como si cada movimiento necesitara permiso del momento. Se acercó a ella sin decir nada, sin hacer ruido, sin pedir espacio. El aire entre ellos se volvió más denso, cargado de todo lo que no se habían dicho, de todo lo que había quedado en pausa.