Kathleen Sullivan
Dos días habían pasado desde aquella mágica noche en el desierto, y mi vida había cambiado para siempre. Nunca pensé que en tan poco tiempo podría sentir algo tan profundo, tan visceral por alguien como Lorenzo.
Ahora estábamos juntos en su auto, y mientras él conducía, no podía evitar sonreír al recordar la forma en que sus labios recorrían mi piel, cómo sus ojos azules me miraban como si fuera lo más precioso del mundo.
—No quiero dejarte ir —gruñó, su voz grave llena de frustración.
Su aliento cálido acariciaba mi piel, enviando una corriente eléctrica por todo mi cuerpo. Cerré los ojos, disfrutando del momento, sintiendo cómo cada beso que depositaba en mi cuello me hacía temblar de placer. Sabía que lo hacía por miedo a dejarme, porque odiaba la idea de separarse de mí, aunque fuera por un breve tiempo.
—Te quedarías conmigo para siempre si pudieras, ¿verdad? —murmuré, con una sonrisa traviesa mientras mis dedos jugaban con los rizos oscuros de su cabello.
Levantó la cabeza y me miró con esos ojos que siempre parecían ver más allá de lo evidente, más allá de lo que decía. Con una suavidad que contrastaba con su naturaleza feroz, detuvo el auto y besó mis labios, primero con delicadeza, como si temiera romperme, y luego con más pasión, dejándome sin aliento.
—Preferiría que te quedaras en casa, esperando a que vuelva de Italia —reclama sobre mis labios—. Deberías estar en mi mansión, en nuestro hogar, como lo que eres... mi esposa.
Mi corazón da un vuelco cuando levanta mi mano y acaricia suavemente el anillo que brilla en mi dedo. Mis ojos se dirigieron al diamante azul, que llevaba en mi mano izquierda. Era un símbolo de nuestro compromiso, de la promesa que habíamos hecho en una pequeña capilla en Las Vegas, solo él y yo, sin nadie más que nos molestara.
—Sé que solo me quieres en casa para aprovecharte de mi cuerpo —dije con una risa suave, tratando de aliviar la tensión que se acumulaba en el aire—. Pero te aprovecharás cuando regreses.
Soltó una risa, una que vibró en su pecho y que sentí resonar en el mío. Luego, sin perder un segundo, volvió a besarme, pero esta vez con una urgencia que me dejó mojada y deseosa de volver a perderme en sus brazos como lo había hecho aquella mañana.
—No sabes cuánto me cuesta dejarte ir —murmuró, sus labios rozando los míos antes de retirarse lentamente. Sus dedos acariciaron mi rostro, tocando con devoción cada una de las pecas que cubrían mi piel—. Adoro tus pecas, esposa mia.
Sus palabras me hicieron sonreír, y me derretí un poco más por dentro.
—Te quedarás con mis guardias —continuó mandando—. Ellos te cuidarán hasta que vuelva. Y luego, prepárate, porque te llevaré conmigo a Italia. No pienso dejarte sola aquí por mucho tiempo.
Asentí, sabiendo que no tenía sentido discutir con él cuando ya había tomado una decisión. Además, la idea de ir a Italia con él, de explorar su mundo, de conocer más sobre el hombre que había capturado mi corazón, me emocionaba.
—Sí, señor posesivo —respondí con una sonrisa traviesa mientras me deslizaba sobre sus piernas, acurrucándome contra su pecho—. No puedo creer que me haya casado contigo.
El rubor en mis mejillas era incontrolable. Todavía me costaba asimilar todo lo que había sucedido en tan poco tiempo.
—Estamos locos, lo sé —admitió, su voz suave mientras sus labios seguían acariciando mi piel—. Pero estoy seguro de algo, y es que te quiero en mi vida, esposa mía. Y no estoy soportando esta idea de respetar tu deseo de regresar a la casa de tus padres.
—Todo estará bien —le aseguré, besando su mejilla —. Solo serán unos días.
Él no parecía convencido, pero sabía que no me forzaría a hacer algo que no quería, aunque le costara aceptarlo. Sabía que su respeto por mí iba más allá de la posesión, y eso me hacía sentir aún más cerca de él.
—Vete conmigo, por favor —ruega una vez más.
—No, no puedo abandonar a mi mamá a su suerte, además vendrás en tres días —le recuerdo.
Pega su frente a la mía, mientras sus fuertes brazos rodean mis caderas.
—Espérame el sábado... frente a las fuentes del Bellagio —me recuerda el lugar, por tercera vez—. No llegues tarde.
En vez de responderle, lo beso, con una intensidad que hasta a mí me sorprende.
Cuando finalmente nos separamos, mis labios estaban hinchados y mis piernas temblaban ligeramente.
—Sei tutta la mia vita adesso, mia moglie —susurró, sus ojos fijos en los míos, con una intensidad que me hizo sentir como si estuviera viendo al amor de mi vida por última vez.
—Anche tu sei la mia vita, mio marito —respondí, mientras lo miraba a los ojos—. Todo estará bien.
Lentamente, me bajé del auto, sintiendo un nudo formarse en mi estómago. Su mirada, por más loco que pareciera, se tatuó en mi alma. Sabía que no quería dejarme ir, y yo tampoco quería alejarme de él.
Por alguna razón bajarme de ese auto se sentía como si mi vida estuviera a punto de cambiar.
Le digo adiós con la mano, sintiendo cómo mi corazón se aprieta en mi pecho.
Me quedo allí, mirando hasta que el auto desaparece en la distancia, y me pregunto cómo es posible que en tan poco tiempo, Lorenzo Vitale se haya convertido en mi todo.
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Lorenzo se bajó de su lujoso Lamborghini y le dio las llaves al valet parking, caminando hacia su casino. Su presencia imponente hacía que todos los que estaban cerca de él se apartaran sin necesidad de que él dijera una palabra. Su mente estaba enfocada en una única cosa: debía hablar con sus padres y presentarles a su esposa.
Al entrar en su oficina, Davide, su consigliere y hombre de confianza, lo esperaba con una carpeta de documentos. Sin embargo, algo en la mirada de Lorenzo hizo que Davide se diera cuenta de que algo estaba raro.
Su capo estaba sonriente, miraba el celular cada dos segundos, riendo mientras texteaba más de lo habitual, y eso solo significaba problemas.
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Editado: 30.10.2024