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Lorenzo Vitale
Florencia, Italia
El dolor que sentía en todo mi cuerpo era abrumador. Era como si cada músculo, cada hueso, estuviera gritando en agonía. Abrí los ojos lentamente, parpadeando contra la luz brillante del cuarto. Mi cabeza latía con un dolor sordo, y por un momento, no supe dónde estaba. Todo me resultaba borroso, confuso. Traté de moverme, pero el más mínimo esfuerzo me hizo soltar un gemido de dolor.
Entonces, escuché una voz familiar, una que había estado conmigo desde el principio de mi vida.
—Veo que has despertado, bello durmiente —se burló mi madre, con una sonrisa que intentaba ser ligera, pero que no lograba ocultar la preocupación en sus ojos.
Giré la cabeza con dificultad, y allí estaba ella, sentada a mi lado. Su presencia, siempre tan fuerte y dominante, parecía más pequeña en ese momento, aunque su expresión mantenía esa firmeza que la caracterizaba.
—Pensé que te irías con San Pedro —continuó, su tono teñido de humor—. Y estaba esperando que recapacitara y te devolviera.
Sonreí levemente, pero fue más por la fuerza del hábito que por otra cosa. Se inclinó hacia mí y besó mi frente, ese gesto tan maternal que siempre había sido mi ancla en este mundo caótico.
—¿Qué me pasó? —logré preguntar, mi voz áspera y débil, como si no hubiera hablado en días.
—Sufriste un accidente, Lorenzo. Fue bastante grave. Te encontraron inconsciente en el auto. Ha sido una semana larga... —explicó con suavidad, como si temiera que la realidad fuera demasiado para mí en ese momento.
Fruncí el ceño, tratando de recordar, pero todo era un vacío en mi mente. Como si alguien hubiera borrado una parte de mí. Me sentía perdido, desconectado de mi propia vida.
—No... no recuerdo nada —confesé.
Tocó mi frente, y en ese instante supe que ella había estado allí todo el tiempo, velando por mí. Había algo en sus ojos que me decía que también había estado rezando, aunque nunca lo admitiría.
—¿Qué es lo último que recuerdas, hijo? —preguntó, con esa voz suave que rara vez usaba, solo cuando era realmente necesario.
Cerré los ojos, intentando enfocar mis pensamientos, tratando de desenterrar cualquier recuerdo que pudiera ayudarme a comprender cómo había llegado hasta aquí. Y entonces, una imagen se formó en mi mente, como un destello de luz en la oscuridad. Sentí un calor familiar, un suave olor a flores del desierto, y una presencia que me hacía sentir en paz.
—Hice el amor con la bambina en el desierto... —murmuré, las palabras saliendo de mis labios antes de que pudiera detenerlas—. Después de ahí... no recuerdo nada.
—¿Bambina?
—Sí, Kathleen... y todo se volvió oscuro nuevamente.
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Las Vegas, Nevada
Kathleen despertó de un sobresalto, su corazón latiendo desbocado en su pecho. No estaba segura de qué la había despertado, pero el sonido de algo rompiéndose en la planta baja la hizo incorporarse rápidamente. Su madre, que dormía en la habitación contigua, también se despertó.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó su madre en un susurro, asomándose desde el marco de la puerta, sus manos temblorosas aferrándose al picaporte.
—No lo sé —mencionó levantándose y tomando el abrigo de la silla.
Ambas avanzaron con cautela hacia las escaleras. El sonido de algo arrastrándose por el suelo les llegó a los oídos, seguido de un gemido bajo, doloroso.
Cuando llegaron al final de las escaleras, el horror las golpeó con toda su fuerza. Allí, en el suelo de la sala, yacía su padre, Mark Sullivan, su cuerpo cubierto de sangre, con una expresión de dolor extremo en su rostro. Se arrastraba con dificultad, dejando un rastro oscuro a su paso.
—¡Papá! —gritó, corriendo hacia él sin pensarlo dos veces.
Su madre la siguió de cerca, sus manos ya se movían frenéticamente para buscar algo con lo que detener la hemorragia que manaba de una herida profunda en su abdomen. El hombre apenas podía sostenerse en pie, y su respiración era un esfuerzo doloroso, pero al ver a su hija, una chispa de urgencia apareció en sus ojos.
—Kath... nena, te volví a fallar... tienen que irse —balbuceó con voz débil, su aliento se entrecortaba—. Deben abandonar la ciudad... ahora mismo.
—¿De qué estás hablando, papá? —intentó mantener la calma mientras presionaba la herida para detener la hemorragia, sus manos se manchaban de sangre al hacerlo.
Su madre, con lágrimas en los ojos, también presionaba con un paño, tratando de controlar la situación. El hombre tragó saliva, su rostro mostraba no solo el dolor físico, sino algo mucho más profundo, una culpa que le carcomía el alma.
—No... no hay tiempo —dijo con esfuerzo, cada palabra era un suplicio—. Los hombres de Vitale... me están buscando... por lo que hice.
—¿Qué hiciste, papá? ¿Qué hiciste? —preguntó sin entender nada.
Su padre cerró los ojos, luchando contra la oscuridad que amenazaba con envolverlo por completo. Cuando volvió a abrirlos, la verdad salió a borbotones, como la sangre que manchaba el suelo.
—Te... te vendí a Lorenzo, Kath... Subasté tu virginidad para pagar mi deuda... —La confesión salió entrecortada, como si le arrancara la vida con cada sílaba.
Su alma se quebró en mil pedazos al escuchar aquellas palabras. Era como si un golpe seco y brutal hubiera destruido todo lo que ella creía, todo lo que había conocido hasta ese momento. Sus manos temblaron, sus ojos se llenaron de lágrimas que no podía contener.
—Entonces... ¿nunca se trató de una cena? —logró decir, su voz rota por la incredulidad y el dolor—. Él solo me usó por una deuda...
Su padre, borracho y herido, asintió débilmente, su mirada estaba perdida, como si ya no pudiera soportar la carga de lo que había hecho.
—Lo siento... hija, siempre te he fallado... ahora he vuelto a meterme en problemas con los italianos... me buscan para matarme.
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Editado: 30.10.2024