Dianne respiró hondo y cerró los ojos, intentando calmar sus nervios, lo cual era imposible. La ansiedad se estaba apoderando de ella. Sentada, en la parte trasera de un taxi, apretaba su chaleco con fuerza mientras dirigía todos sus pensamientos hacía lo inevitable: el vuelo de aquella tarde.
En su bolso, a un par de centímetros de ella, sobresalía su boleto. Quizás uno de los más envidiados en todo el mundo. A pesar de salir entre los docientos afortunados, Dianne no se sentía como una mujer con suerte. Ella acostumbraba a viajar mucho, quién sabe cuántos créditos tenía en su tarjeta de asociada a la aerolínea, pero desde que supo de los incidentes en los pasados dos años, su amor por viajar y recorrer miles de kilómetros comenzó a disminuir. ¿Cuántos habían muerto en aquellos accidentes? ¿Qué se sentía el saber que tus últimos segundos de vida eran los más aterradores?
Todo comenzó en cuánto la noticia del barco denominado como “Baptidzo” se había hundido en su primer viaje, pasando sólo cinco horas en el mar. La cantidad de sobrevivientes relataron que la experiencia había sido de lo más terrorífica y que los traumas seguían presentes en sus vidas. Muchos habían asistido a terapias intensivas para poder superar tales acontecimientos. Algunos lo lograron. Otros no.
Y ahí estaba ella, a algunas horas de tomar su primer vuelo en meses, y no en un avión cualquiera. Era la joven promesa de los vuelos. La nueva línea de Atlantic, los vuelos 316. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué asistía? ¿El miedo que sentía en su interior no era suficiente para haberse quedado en casa con su gato a pasar la tarde viendo películas o respondiendo tediosos correos por parte del trabajo? ¿Qué la impulsaba a ir? Un viaje de siete días, donde disponía de un vuelo de regreso de cualquier parte del mundo no sonaba nada tentador… ¿o sí?
—Aquí estamos —dijo el chofer en cuanto arribaron al aeropuerto—. ¿Le ayudo con sus maletas?
Las siguientes horas fueron de lo más normales para Dianne. Compró unas golosinas en un local de dulces muy popular, grabó un par de videos para subirlo a sus redes sociales, y antes de hacer la documentación se compró una mochila de tamaño pequeño para tener su abrigo arriba del avión, así como sus audífonos y el cargador de su teléfono.
El aeropuerto jamás había estado tan lleno. La aerolínea Atlantic se había encargado de proveer un medio de transporte para todos los afortunados que formarían parte del primer vuelo del avión comercial más grande de la historia para llevarlos hasta la ciudad de Miami. En esos momentos, Fort Lauderdale jamás había tenido tantos visitantes. Una de las bases del vuelo era tener a, mínimo, cuatro pasajeros de cada país del mundo, uno de los guiños de parte de Atlantic para asegurarle a todos que en su aerolínea podrían volver a cualquier punto del globo sin problemas, excluyendo todo tipo de racismo hacía la nacionalidad, religión, sexo o edad.
Dianne tuvo que atravesar un mar de personas después de dejar su maleta en la documentación. Tenía un par de horas para pensar bien en qué país quería bajar del avión y empezar un nuevo capítulo en su vida.
—Madrid sería una buena opción —musitó.
En ese instante chocó con una persona que no vio antes. El señor cayó de espaldas dejando caer un par de botellas de agua mientras que Dianne, tambaleándose, logró mantener el equilibrio y se sujetó de una banca que había cerca.
—¿Señor? —exclamó exaltada—. ¿Se encuentra bien? ¿Señor?
El hombre, en el suelo, colocó ambas manos sobre su pecho y comenzó a reír para sus adentros.
—Espero no haber hecho algo gracioso —dijo Dianne cuando se acercó a él.
—En absoluto —murmuró el hombre—, sólo que… esta mañana pensé que sería muy humillante caerme en el aeropuerto más lleno del mundo…
Tenía poco cabello, debido a su edad avanzada, y varias arrugas eran visibles a lo largo de su frente, su barbilla y por debajo de sus ojos. ¿Qué edad debía tener? Dianne no lo sabía, pero aquél sujeto debía tener un amor inmenso por viajar y una fuerza de voluntad impresionante como para acceder a un viaje de siete días por alrededor del mundo.
—¿Lo puedo ayudar a…?
—Deja que empleé la poca dignidad que aún tengo, hija —el hombre se levantó un poco y con ayuda de un par de miembros de seguridad se puso de pie, dándoles las gracias—. Ahora, ¿dónde quedaron mis…?
—Aquí tengo sus botellas de agua —Dianne las tenía en las manos, se había ocupado de tomarlas mientras el hombre se levantaba—. Aquí tiene.
—Gracias, gracias —dijo el hombre en cuanto las tomó.
—¿Quiere que…?
—¿Llevarme al avión y sentarme, ponerme una cobija y leerme un cuento? —el hombre rió—. Gracias, pero quizá pueda acompañarme mientras espero. Un hombre tan solo como yo a veces necesita compañía.
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triangulo de las bermudas, misterio y aventura, viajes entre tiempos y dimensiones
Editado: 27.03.2019