El silencio entre nosotros no era incómodo.
Era espeso.
Denso.
Como una marea que se va acumulando hasta que ya no puede contenerse.
La música seguía sonando, casi imperceptible, como un suspiro entre las paredes del estudio. Yo lo observaba con la punta de mis dedos aún rozando su mejilla. Julián no se movía, pero sus ojos… sus ojos me desnudaban sin culpa.
—¿Qué ves cuando me miras así? —pregunté, sin poder evitar que mi voz se quebrara apenas.
—Veo a una mujer que se contiene… cuando podría incendiarlo todo.
Me estremecí.
Esa frase no fue una línea. Fue un disparo.
Julián se acercó un poco más, con cuidado. Como si temiera romper algo en mí. O tal vez, en él. Su frente rozó la mía. Nuestros labios apenas se separaban por un suspiro. Podía sentir el calor de su aliento, el aroma tenue del té y la mezcla deliciosa de tensión y ternura.
—Dime si no quieres esto —susurró.
—No quiero que lo preguntes —le respondí con la voz temblorosa—. Solo... hazlo.
Y entonces me besó.
No fue un beso desesperado. Fue lento. Digno. Como si estuviera leyendo cada rincón de mi boca con los labios. Como si se tomara su tiempo para memorizarme.
Mis dedos se enredaron en su camisa, no por deseo inmediato, sino por necesidad de ancla. Sentí su mano en mi nuca, firme pero delicada, como si supiera exactamente cuánto podía tocar sin invadirme.
No supe cuánto tiempo estuvimos así.
Un minuto.
Una eternidad.
Cuando nos separamos, mis mejillas ardían, y mi respiración era una confesión.
—¿Hace cuánto no besabas así? —le pregunté, con los ojos aún cerrados.
—Nunca así —dijo—. Porque nunca había sido contigo.
Me quedé en silencio. No porque no tuviera respuesta. Sino porque no podía hablar sin quebrarme.
Él me abrazó. Esta vez sin preguntas. Sin miedo.
Y yo me dejé abrazar.
Con todo lo que soy.
Con todo lo que, por fin, empezaba a desatarse.
Editado: 23.06.2025