—Queremos leerte, Valeria —dijo Clara, la editora—. Sé que escribes. ¿Tienes algo que podamos revisar?
Mi corazón dio un salto.
Sí, tenía textos. Crónicas. Fragmentos. Pedazos de mí.
Pero nunca pensé que alguien quisiera publicarlos.
—¿Estás segura? Aún no sé si son lo suficientemente buenos…
—No busco perfección. Busco voz. Y tú la tienes.
Salí de la editorial flotando.
Madrid ya no era solo un escenario: era parte de mi historia.
Al llegar al apartamento, Julián estaba sentado en la cocina, con el ceño fruncido.
—¿Todo bien? —pregunté.
—No. Hoy el cliente más importante de la agencia se echó para atrás. Un proyecto de meses… perdido.
—¿Y ahora?
—No lo sé. Perdemos dinero. Pero también imagen. Siento que no sirvo para esto.
Me acerqué.
—Eso no es verdad. Que algo salga mal no te define. ¿Quieres que te abrace o que te deje solo?
—No lo sé —murmuró—. Siento que estoy cayendo y tú… estás subiendo. Y eso me asusta.
Le tomé la cara entre las manos.
—Si subo, es contigo. No te quedes abajo por miedo. Sube conmigo, aunque duela.
Él cerró los ojos. Me abrazó.
Ese abrazo no fue dulce. Fue tenso, necesitado.
Como un náufrago agarrándose a una tabla.
Esa noche no hubo erotismo.
Solo un cuerpo junto al otro, conteniéndose en silencio.
A veces el amor no grita.
Solo resiste.
Días después, le entregué a Clara un pequeño manuscrito:
Crónicas íntimas sobre llegar a un país nuevo, amar a alguien distinto y reconstruirse en la incertidumbre.
—Es poderoso, Valeria. Muy humano.
Sentí miedo. Pero también orgullo.
Esa noche le dije a Julián:
—Están considerando publicarme.
Su mirada brilló.
—Te lo mereces. Eres increíble.
Y me besó como no lo hacía desde hacía días: con gratitud, admiración… y deseo.
Hicimos el amor sin hablar.
Porque a veces, cuando el miedo empieza a irse, el cuerpo habla más claro que las palabras.
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Editado: 16.07.2025