Adentro de su propio cuerpo, de sus sentimientos, sus pasiones y todo lo que era bueno de ella se estaban consumiendo por algo que no podía detener, justo como le ocurría al universo; no había diferencia. Lo podía sentir: el cambio, o el proceso de la maldad.
Aunque nadie más pueda verlo, sus ojos recorren sus manos y sus dedos para ver cómo la maldad la consume, de una forma que parecía tener su propia voluntad. No es doloroso, ni tampoco placentero, sino distinto. Mientras la maldad sigue consumiéndola, ella se toca el lado del rostro sabiendo muy bien que ya debe estar en su cerebro. Sus ojos comienzan a ver un caos interno; las cosas que consideraba justas se vuelven injustas, y luego justas otra vez. La confusión es tanta que comienza a dudar de todas las cosas que ha hecho hasta ahora.
Incluso sus memorias se ven afectadas, y para no caer en la depresión, comienza a pensar en su vida.
Ella fue creada con amor, envuelta en las manos de su madre, que por miles de años la trató como alguien muy especial. Y cuando decidió convertirse en una Diosa de Creación, por cientos de años fue instruida con paciencia y cariño, pero ahora que su madre se ha ido, parece que su mundo se está derrumbando. Con solo ver el cielo y cómo este se está abriendo, sabe que pronto todo va a acabar.
—¿No me vas a decir qué está ocurriendo? —pregunta Eimi a la mujer de cabello rojo que se encuentra detrás del Maestro.
La misteriosa mujer se mueve hacia el lado del humano, que no puede liberarse de las manos de los Dioses muertos.
—Todo esto es inevitable. Lo que tienes que entender es que más arriba de nosotros se encuentra un destino. A veces, ese camino para alcanzarlo no existe, y es responsabilidad de los que llegan primero construir uno —revela la mujer, deteniéndose frente a ella.
—No entiendo.
—Tuve que perderlos a todos para poder entenderlo. La ira, el vacío en el corazón, el temor… todos esos sentimientos son paredes, obstáculos que tienes que sobrepasar.
Eimi siempre ha escuchado que todo tuvo un comienzo, pero la verdad es que nadie sabe en realidad quién lo hizo o qué clase de poder pudo ser capaz de crearlo.
—¿Qué es el destino? —pide Eimi, casi como una súplica, buscando darle sentido a todo esto.
—Es la fuerza y el sentimiento más puro que existe. El instinto, las emociones, lo bueno, la maldad, la evolución moral, el caos de los sentimientos… son solo el comienzo de lo que el destino ha preparado para que podamos alcanzarlo.
Si lo que ha dicho es correcto, Eimi piensa que el destino es una fuerza que los impulsa a todos a sobrepasar los límites de cada uno. La siguiente pregunta, entonces, debe ser: ¿por qué el destino desea que lo alcancen solo para sufrir en el camino?
—Dime, ¿por qué tenemos que hacerlo? Si eso nos va a traer sufrimiento.
—En sí, el destino no es tu enemigo. Son aquellos que han alcanzado el mayor nivel de perspectiva. Ellos son los que deciden quiénes sobreviven y quiénes mueren, porque tarde o temprano, van a venir aquí, como lo hicieron antes. Y la existencia, sobre todo, desea sobrevivir. No importa quiénes, ni cuántos tenga que aplastar para conseguirlo.
La mujer prosigue a mostrarle un fragmento de lo que realmente está ocurriendo en otros lugares. Le revela cómo algunas existencias viven en armonía con los Dioses y los mortales, pero cuando las fuerzas extranjeras finalmente llegan, se desata una guerra total, donde casi siempre todo termina destruido.
Eimi ve cómo una de esas existencias es arrasada. Al contemplar la escena, se da cuenta de que nunca tuvieron otra alternativa. La existencia se estaba preparando para la batalla y necesitaba a alguien con el poder para defenderla. Cuando sus ojos se dirigen hacia la mujer, observa su rostro y su cuerpo; nota las cicatrices, los huecos en su piel que marcan cada pelea, cada derrota, cada victoria. Señales de una guerrera que nunca se rindió.
—Creo en ti. Conviértete en su camino, crea los pasos hacia… —dice la mujer, desapareciendo antes de terminar sus palabras.
Omyahd logra liberarse cuando los Dioses regresan al suelo, y en que la Diosa gira la vista hacia él, él decide que ya es hora de acabar con ella. Esta vez, nada la va a salvar. Dobla su cuerpo en pleno aire, y con su arma lista, la hoja de la espada se dirige hacia su cuello. Usa toda su fuerza, y al hacer contacto con la piel de la Diosa, esta se hace pedazos.
Los ojos del Maestro se paralizan ante lo que acaba de ocurrir. Primero acerca su arma para ver la razón, y al ver que simplemente se ha quebrado, regresa la vista hacia la Diosa, que comienza a moverse. Está a punto de usar su otra arma, la que lleva en la espalda, pero Eimi se eleva en el cielo.
—Ya es demasiado tarde para ti. El poder de la Perfección te ha abandonado.
—¿Qué dices? —dice Omyahd, mirando sus propias manos, y antes de poder decir otra palabra, un Dios lo decapita.
Los demás Dioses que emergen de sus escondites se dan cuenta de lo mismo: también habían perdido sus poderes. Le preguntan a Eimi qué ha pasado, qué está ocurriendo. Ella los ignora y se eleva aún más en el cielo, observando cómo los Dioses y los maestros caen desde lo alto. No puede hacer nada por ninguno de ellos, y así continúa su ascenso, saliendo del universo que está a punto de ser destruido.
Entre los muchos que caen, Magak intenta usar su poder, pero nada le responde. Cuando ve que el suelo se acerca con rapidez, decide pensar en Maní y Yudhi. Cierra los ojos hasta el final, imaginando que las va a poder ver otra vez.
Eimi, con su complejidad media intacta, sale del universo y observa cómo su hogar, el Gran Árbol, es consumido por los hilos de la destrucción hasta desaparecer, junto con casi todos los Dioses y los mortales. Algunos otros Dioses logran escapar, pero no son capaces de resistir: sus cuerpos también se desvanecen. Al mirar a su alrededor, ve que varios universos están siendo destruidos, así que decide dirigirse a uno que todavía no ha sido afectado, entre los de complejidad 1 y 2.
Mientras tanto, Lucero, junto con todos los Dioses y Maestros que quedan, observan los cielos abrirse, tiñendo de rojo la oscuridad del espacio. Sus ojos permanecen fijos, sin parpadear, preguntándose si aún existe alguna posibilidad de hacer algo; lo que sea.
En todo el planeta, la gente que pensaba que la batalla había terminado sale de sus refugios para ver cómo el cielo cambia de color. Incluso los animales alzan la vista, fascinados por los largos hilos que comienzan a moverse, sin saber lo peligrosos que son. Los planetas que se encuentran cerca de ellos, o en su camino, son consumidos.
Los hilos se dispersan, expandiéndose, para luego multiplicarse. Eran tan largos que fácilmente sobrepasaban la longitud de toda una galaxia, y en cuestión de segundos, las destruían. Más y más aparecían, como si el mismo universo hubiera adquirido una enfermedad letal, una sin remedio, que pronto acabaría con todos los que habitaban en su interior.
La Maestra finalmente entiende la razón por la cual muchos de los Dioses habían decidido atacarlos. De verdad parecía que no eran distintos de los mortales: compartían las mismas debilidades, las mismas responsabilidades. Se queda observando el rostro de la Diosa en silencio, sin poder decirle palabras que puedan apaciguar el dolor que, con seguridad, debe estar sintiendo al reconocer que no podrá salvar a nadie.
Decide quitarse el casco.
—Te voy a ayudar —dice la Maestra, que cuando lo hace, Lucero voltea a verla—. Voy a ver si mi poder puede detenerlo.
Lucero no puede creer lo que ha escuchado. Al verla ascender aún más en el cielo, los otros maestros se le acercan; parece que discuten por unos segundos, hasta que todos deciden irse con ella. Como luces de esperanza, salen hacia el espacio.
La biblioteca en Booknet es una lista útil de libros, donde puede:
guardar sus libros favoritos
ver fácilmente las actualizaciones de todos los libros de la biblioteca
estar al tanto de las nuevas reseñas en los libros
Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.