Sin saber a dónde se dirige, Eali continúa caminando. Gira la cabeza hacia la derecha e izquierda, buscando algo, cualquier cosa que le indique dónde está, pero solo encuentra una densa tiniebla. Es como si aquel lugar nunca hubiera sido iluminado por los rayos del sol. Al menos sabe que está avanzando, porque las plantas de sus pies perciben el suelo y los pasos que dan. Más allá de esa sensación, no puede sentir nada más, ni siquiera si hace calor o frío.
Sigue así hasta que choca contra algo o alguien, momento en el que se detiene.
—Disculpa. ¿Hola?… ¿Hola? —dice con la ansiedad de poder preguntar qué está ocurriendo.
Lo que acaba de tocarlo lo ignora por completo, y sin que pase mucho tiempo, el suelo comienza a temblar bajo sus pies. Alza la vista y contempla, con una mezcla de asombro y terror, cómo la silueta de un ser gigantesco se cierne sobre él. Lo que sea que era, tenía enormes patas largas y una figura que le recordaba a la de un paquidermo, pero su tamaño era inimaginable, tan colosal como una montaña.
Completamente paralizado, no puede dejar de mirar hasta que algo lo empuja al suelo. Sus manos caen en el charco y, en ese momento, descubre lo que es en el reflejo. No puede creerlo: el rostro que lo mira es el de una ardilla. ¿Cómo es eso posible?, se pregunta, llevándose una pata —su mano— al rostro.
—Esto no es real, tiene que ser un sueño. Yo soy humano.
Lo repite un par de veces, aferrándose a su pasado con desesperación. «Soy un hombre», insiste, hasta que las memorias de su pasado entran en su cabeza. Pero no vienen solas, también emergen otras que no deberían estar allí: los recuerdos de una ardilla.
—¿Qué significa esto? —murmura—. Yo me llamo Eali y no…
Antes de que pueda terminar, la tiniebla se disipa, abriéndose como una cortina. En cuestión de segundos, la llanura se revela, donde todos los animales aguardan expectantes lo que está por venir.
Allí es cuando Eali, junto con el resto, ven a lo que se acerca contra ellos. De lejos, una criatura se alza, rugiendo con una temible expresión de odio. No se parecía a ningún otro animal; su presencia era sobrenatural. Esto provoca que el león ruja, el oso gruña, el rinoceronte raspe el suelo con su pezuña y el águila lance un chillido desde las alturas. Todos se preparan de la misma forma.
Los animales más fuertes y feroces se colocan al frente, en guardia, listos para detener el deseo insaciable de aquella criatura que parece querer destruirlo todo.
Con el corazón latiendo con fuerza, Eali se acerca lentamente. Se mueve entre cuerpos colosales: lobos de espaldas como colinas, elefantes tan altos como torres y tigres con ojos que brillan como estrellas. Incluso hay seres que nunca ha visto antes, criaturas de formas y colores imposibles, pero todos comparten la misma expresión: el miedo. Al voltear, con vista clara, por fin contempla aquel ser. Sus pensamientos se quedan cortos ante lo que parece ser un verdadero monstruo. Lo único reconocible en su forma son los ojos, ojos humanos, clavados en un rostro desfigurado de permanente furia e ira. No es nada menos que la violencia encarnada.
El monstruo levanta uno de sus pies titánicos y lo deja caer con tal peso que el suelo tiembla, haciendo que la valentía de todos los animales, o lo poco que les quedaba, se desvanezca. Luego, abre su descomunal boca y estira su cuello hacia arriba, más alto que cualquier otra cosa para soltar un grito.
Eali, incapaz de resistir, se desploma al suelo, temblando, pero sin apartar la mirada. Aquel sonido no era normal, porque no buscaba demostrar su fortaleza o dominio, sino que era de algo que sufría un dolor agonizante, de alguien que se acercaba a una cruel muerte.
Sin más demora, el monstruo levanta el otro pie y lo aplasta contra la tierra con un estruendo que hace que todos retrocedan. Luego, baja su cuello como un arma, dispuesto a enfrentar a quien se atreva a desafiarlo.
Aunque en el principio parece que ninguno quería pelear, el león da un paso adelante. Este no era un león cualquiera, este es el más fuerte de todos, el más valiente, el soberano de los rugidos. Se prepara para el combate, y todos los demás—Eali incluido—gritan, aúllan y rugen en una sola voz. Lo alientan, le entregan su fuerza y su espíritu.
El león y aquel monstruo se miran fijamente, cada uno soltando rugidos y gritos, pero ese ser no compartía el mismo sentimiento de peligro. En cambio, observa al león como si fuera un pozo de agua, una fuente para calmar su insaciable sed. Antes de que el combate comience, el león afila sus garras contra el suelo y con toda su agilidad corre hacia su enemigo.
Con la fuerza de sus músculos, el felino se aferra al costado del monstruo, mordiéndolo con fuerza. Rasga la piel, clavando sus garras y colmillos, mientras escala su espalda. A pesar de sus esfuerzos, el cuello del monstruo es demasiado largo. Con una flexibilidad sobrenatural, la bestia dobla su cuello hacia atrás, gira la cabeza completamente y fija su mirada en el león. En ese instante, el rey de la selva comprende la gravedad de su error.
La criatura abre su mandíbula y, con un movimiento brutal, muerde el cráneo del león. Sus colmillos atraviesan la carne y el hueso.
Eali deja de mirar, incapaz de soportar lo que acaba de presenciar, pero no antes de ver cómo la mitad del cráneo del león queda expuesto al aire, abierto como una fruta partida.
El cuerpo del león se desploma, con la sangre brotando de su cabeza y de su boca abierta.
La bestia se incorpora con lentitud, con un cuello que se retuerce para voltear hacia los demás animales. Ellos han visto suficiente, y lo saben, pero no hay a dónde huir. El lodo que los rodea se ha convertido en una trampa, y ya ha devorado a varios que intentaron escapar.
El siguiente en enfrentar a la bestia es el oso más grande, que ruge con una ferocidad brutal lanzándose al ataque. Su cuerpo, una masa de músculos y poder, sacude la tierra con cada paso, pero el monstruo responde de forma distinta. Con un movimiento repentino, pega un gran salto extendiendo sus patas para descender como una avalancha. Sus extremidades se enredan en torno al cuerpo del animal, atrapándolo en un abrazo imposible de romper.
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