—EL GÉNESIS DEL TRAIDOR—
«¡Cómo has caído del cielo, oh lucero de la mañana, hijo de la aurora! Has sido derribado por tierra, tú que debilitabas a las naciones. Pero tú dijiste en tu corazón: “Subiré al cielo, por encima de las estrellas de Dios levantaré mi trono, y me sentaré en el monte de la asamblea, en el extremo norte. Subiré sobre las alturas de las nubes, me haré semejante al Altísimo”. Sin embargo, has sido derribado al Seol, a lo más remoto del abismo».
Isaías 14, 12-15.
El ángel miró las estrellas con impotencia mientras procuraba no bajar la mirada a la morada de los hombres; a pesar de los ánimos del resto de sus compañeros, quienes daban por hecho que las almas algún día podrían recuperarse en caso de estar en la lista de Condenados y obtener el perdón, él no se mantenía tan seguro de esto. Siguiendo aquel absurdo sueño de sus colegas, contempló en el viejo pergamino por millonésima vez la extensa hilera de nombres encabezados por una pareja: Adán y Eva. Con muchos milenios de antigüedad había sido testigo de la expulsión de estos del jardín de Edén; ninguno de los ruegos de los humanos habían aplacado el disgusto de Yahvé cuya idea original de crear la Tierra, fue principalmente la de hacer un mundo donde los humanos vivieran en completa armonía sirviendo a su divina causa, sin embargo, la traición que más le afectó fue la de uno de sus ángeles preferidos, al que consideraba casi su mano derecha, Luzbel, quien no estaba satisfecho de seguir órdenes suyas; el traidor buscó algo que no podía siquiera pensar; quiso ocupar el lugar de su creador para ser gobernante de todo lo que existía.
Recordó que este, pocos días después de la Creación, reunió cientos de ángeles con engaños, prometiéndoles virtudes y poderes que ni siquiera un ángel serafín, ángeles de mayor jerarquía angelical que sirven como encargados del trono de Yahvé, podía tener. Resumiendo, les estaba ofreciendo el poder total, el que solo tenía el todopoderoso.
Era una noche tranquila como la de aquel momento y por más que intentara olvidar, no podía hacerlo pues al ángel a quien consideraba su hermano traicionó todo lo que habían trabajado. El viento sopló y sintió sus plumas moverse con sutileza; el espacio abierto no le protegía de los ventarrones y contaba tan solo con algunos murales de mármol con grandes ventanales medio caídos para protegerle del frío; el suelo, del mismo material, tenía una inscripción en su centro: Salve, Dios del mundo entero. Se había sentado en la alta tribuna desde la que se daban importantes discursos; arriba de él, dos pasillos conectaban a una planta superior que permitía ver hacia el primer piso: las viejas edificaciones estaban diseñadas para eso, para que la luz entrara por cualquier lado, por lo que no tenía un tejado. Sobre ellos, el cielo era lo único que iluminaba.
Miró con el rabillo del ojo la plataforma sobre la que se había acomodado y no pudo evitarlo más. El recuerdo que más dolía se implantó en su cabeza a la fuerza, con imágenes tan frescas como las del día en que ángeles cayeron al abismo, al lugar maldito.
Fijó la mirada en Luzbel, quien subía unos numerosos peldaños con elegancia y aunque procuraba disimular la ira en su mirada, era casi imposible no notarla. Hekamiah, su compañero de trono subió junto a él, siguiéndolo unos pasos por detrás, mientras pensaba en el qué haría después. Muchos habían especulado cosas horribles del querubín que con dificultad podrían refutar: había intentado asesinar a Yahvé.
—Luzbel —le llamó desconcertado apenas cruzó por entre los altos pilares a la abierta estancia—. ¿Qué haces aquí? Está tarde, apenas va a amanecer.
—Ya lo sé, amigo —giró unos segundos y sonrió con calidez, Hekamiah no pudo evitar devolverle la sonrisa; se odió por eso al instante. Luego de eso, el querubín continuó ascendiendo—. Tal vez haga lo mismo que tú: esperar.
—¿A qué te refieres con esperar?, ¿qué esperas?
—Espero la señal que me permita actuar. Es el momento perfecto para hacer algo, cualquier cosa, después de lo que han proclamado sobre mí; siento que debo limpiar mi nombre y… dejarlo en lo alto.
—¿Te enteraste de eso? —inquirió. El viento sopló por última vez con un leve susurro antes de callarse por completo. Desde afuera, el olor a metal se lograba percibir—. No quería…, quiero decir, no creo que hayas sido capaz.
Luzbel quedó de frente a Hekamiah y frunció el ceño como si estuviera enojado, aunque su rostro se contraía de indignación.
—No me gusta decir esto, menos a ti, pero no te creo. Y sabes bien que tengo razón, porque por algo has de haber estado esperándome. Nunca te ha gustado la noche, ¿por qué?
El ángel enmudeció, de verdad lo conocía bien. La oscuridad comenzaba a desaparecer alrededor dejando paso a los primeros rayos matutinos, eso apagó la incómoda sensación que tenía.
—Me parece solitaria… pero parece que contigo es distinto. Nunca has aborrecido lo que Yahvé te regaló, entonces, ¿por qué? ¿Por qué tantas acusaciones en tu contra?
—Este sitio me encanta —comentó otra vez con voz lejana sin prestar mucha atención a las palabras anteriores de Hekamiah, mientras señalaba con la palma de la mano el cielo tras de sí—. Me hace sentir tranquilo, dueño de mi destino. Pero ese no es el caso y ambos lo sabemos, colega. Si estás aquí, ha de ser por dos causas: o te mandaron a matarme, o vienes a decirme que mandaron a alguien a matarme. Te vi hablando con Jeliel de nuevo, eso da mucho qué decir.
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Editado: 18.05.2024