Pecadora [la entrada al paraíso]

VEINTICINCO

† VEINTICINCO †

—CASTIGO DIVINO—

 

 

 

 

Las rodillas las sentía adoloridas y aunque quisiera moverse para aliviar la agonía que el suelo lleno de espinas le producía, sabía que le sería imposible; no podría respirar con tranquilidad hasta que Cahetel comprobara lo inocente o culpable que era. Apenas se le permitía girar un poco la cabeza, pues las cadenas que lo sujetaban con fuerza en el cuello hacían presión hasta al respirar. El hierro también le sostenía de los brazos y los tobillos y con la mirada gacha apenas podía ver de reojo a su amigo, Yehuiah.

        Él y Haamiah le vigilaban desde el otro lado de la sala. Su entrada había sido restringida por creer que tal vez podrían intervenir en ese momento tan importante, por lo que solo Miguel se mantenía cerca; a la derecha de Lelahel, quien estaba junto a su compañero de coro, aquel que servía de juez mientras el real no se encontraba. Aquel puesto perteneció a Elemiah durante siglos, pero ahora se hallaba muerto junto a Jeliel.

        —Se te acusa de alta traición, alta desobediencia, herejía, calumnia y se ha abierto una investigación de conspiración en el asesinato de nuestros dos compañeros fallecidos recientemente —alcanzó a oír. Pestañeó varias veces para despabilarse y poderse concentrar; su vida corría un gran riesgo—. ¿Cómo te declaras ante ello?

        El resto de los ángeles formaban un semicírculo a su alrededor, con los que le interrogaban, al frente en la zona más alta de la habitación.

        Recordaba esa estancia a la perfección. Ahí Satanás profirió su último discurso en el que se autoproclamaba nuevo dios de lo absoluto, antes de que la primera guerra comenzara.

        Buscó ayuda en Yehuiah, mas este no se encontraba a la vista, y la mayoría de sus compañeros le miraban con desprecio.

        —Inocente —masculló.

        —Miguel arcángel confirma que bajaste a la Tierra sin autorización de ninguno de los ángeles de primera jerarquía. Alta desobediencia, verificada.

        Frunció el ceño a la vez que alzaba la mirada hacia Cahetel, que relataba al resto de los espectadores la historia de los hechos. Al fijar los ojos en el suelo, notó que lo húmedo que había sentido durante los últimos minutos era su sangre; las cadenas le lastimaban al abrirle las heridas y al crearle otras nuevas.

        —Solo eso…, si se considera un verdadero delito.

        Lelahel, que había guardado silencio hasta ese momento, gritó con lágrimas en los ojos.

        —¡¿Y qué dices del asesinato de tu compañero?! —espetó mientras señalaba la daga requisada.

        Tosió.

        —Esa hoja no ha dañado ni dañará a ninguno de mis hermanos, no soy ningún traidor. ¡Solo intentaba ayudar!

        —¡¿Acabando con la vida de Elemiah?! —bramó en un esfuerzo por no acercarse y tirar de las cadenas. Las alas del acusado se encontraban estiradas hacia arriba, impidiéndole poderse acostar o inclinarse demasiado—. Vaya ayuda, Menadel.

        Miguel puso una mano sobre el hombro de Lelahel.

        —Espera, escuchemos lo que tiene por decir.

        El serafín tomó aire y torció el gesto al hacer una mueca de desagrado. Tras dedicarle una fría mirada de la que Menadel no halló esperanza alguna, habló.

        —Quiero la verdad.

        Cahetel interrumpió; parecía dolido por la repentina partida de sus compañeros de toda la vida.

        —¿La verdad? —refutó—. ¿Qué más verdad te parece que haya conspirado con aquel que descubrió ambas veces los cadáveres de nuestros hermanos?

        La sala, que antes estaba llena de murmullos a favor y otros en contra del dominación, callaron de forma inmediata.

        Al oírlo, el rostro de Lelahel se llenó de confusión, y antes de que se retractara, Menadel tomó el aire aliento para poder contar lo sucedido; cada vez que tragaba saliva sentía un metálico sabor en la garganta.

        Todos pusieron sus ojos sobre él, incluido Yehuiah, quien en la carrera que suponía aquel juicio, fue en busca de Hariel. El tronos logró acercarse para cerciorarse de que las intenciones de su amigo fueran las mismas de antes.

        El fuego tras ellos ya estaba encendido, y ante cualquier sospecha de engaño, era casi seguro lo que pasaría con Menadel. Iba a arder hasta que sintiera menos dolorosa la muerte o la caída.

        Quizás, ambas.

        Hariel notó el nerviosismo en Yehuiah y asintió de forma solemne hacia él en gesto de apoyo, para que el otro supiera que al menos, si algo fatal ocurría, no estaba solo.

        Solo Menadel yacía postrado ante el duro mirar del falso juez, que no quitaba la vista de la impureza de sus alas.

        —Tenía un plan —comenzó a decir con su voz rasposa. Por unos segundos apareció la imagen de Jennifer en su mente, y lo que ahora padecía por caer en la humana tentación. Si callaba y se quedaba inmóvil podía notar el calor de las llamas a su espalda. No más lo separaba de la hoguera unos escasos tres metros, como mucho.




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