Martes 17 de marzo de 2020
A Valentín lo conocí en cuarto grado, cuando entró al colegio y para todos era "el chico nuevo". Mis compañeros varones, quienes estaban sentados en los últimos bancos de cada fila, lo recibieron con calidez y muchas preguntas para hacerle en el recreo. Teníamos nueve años.
A ellos les hacía gracia molestarme. Los recesos los pasaba sola comiendo en el aula y leyendo el libro de actividades, porque tenía muchos cuentos y me gustaba mucho leer. Era mi refugio entre tanta hostilidad que recibía diariamente.
Ese primer día de clases, mis compañeros llegaron junto a Valentín para molestarme. Esa era su manera de "bautizarlo": me tenía que hostigar, tal como ellos hacían.
Fausto agarró el libro que estaba leyendo y lo tiró al piso.
— Valen — comenzó — ella es la mascota del curso — decía riéndose, junto a los demás, quienes se pusieron a mi alrededor, acorralándome — la negra fea.
— ¿Qué pasa, mono? — siguió Martín, otro compañero — ¿te sacaron la banana?
Todos estallaron en risas mientras se me llenaban los ojos de lágrimas.
Todos menos Valentín, que miraba la escena con confusión.
— ¿Por qué la molestan? — se animó a preguntar.
— Porque no es como nosotros — dijo Galo — mirala, es muy fea.
— No, no es como ustedes, es mejor — le contestó Valentín, y mientras lloraba me atreví a levantar la cabeza y mirarlo — se aguanta sus insultos. Cuando la señorita les dice algo a ustedes se ponen a llorar y a quejarse. No quiero que sean mis amigos.
Y desde ese momento en el que mis compañeros se fueron ofuscados, él se sentó a mi lado y me preguntó si estaba bien, nos hicimos inseparables.
Siempre tiene las palabras justas para todo. Probablemente, sea una de las personas más compañeras y leales que haya conocido jamás.
Y hoy, cuando lo llamé por la mañana temprano llorando porque había soñado con Irina, con tan sólo dos palabras me tranquilizó: ahora voy.
Siempre fue así, al pie de la letra. Media hora después estaba en la puerta de casa, tocando el timbre. Le abrí en pijama, cerré la puerta con llave y nos abrazamos. Yo también soñé con ella, me dijo entre sollozos. Nos quedamos en el suelo llorando por un largo rato hasta que evocamos sus recuerdos más preciosos y terminamos riendo con ganas.
— La vida sigue — me dijo — y pase lo que pase tenés que prometerme que vas a seguir.
— Lo prometo sólo si vos lo prometés.
— Bueno, te lo prometo entonces.
— Yo también.
Me fui a bañar y él se quedó preparándonos el desayuno. Eran las nueve y media de la mañana y el cielo gris amenazaba con caerse en cualquier instante. Estaba fresco, el otoño estaba terminando de instalarse entre nosotros y nos obligó a cambiar la chocolatada fría por un café con leche bien caliente.
Nos sentamos en el sillón, nos tapamos con una frazada enorme y nos quedamos ahí un rato mirando por la ventana, como esperando a que Irina llegase a casa con su chispa contagiosa y su sonrisa imborrable.
— ¿Abriste el diario? — me preguntó Valen, rompiendo el silencio sepulcral que había estado reinando en la sala desde que salí del baño.
— No me animé.
Prendimos la tele y hablamos de cosas banales, intentando fingir que nuestra amiga no había desaparecido y que nada había pasado. Y lo logramos, por un rato nos olvidamos de su existencia. Pero sólo por un rato.
Salimos de casa a las once y media y nos tomamos el colectivo a las once y treinta y cinco. Se largó a llover con fuerza dos cuadras antes de bajarnos. Corrimos por el centro de Castelar insultando al clima y arrepintiéndonos de haber salido sin paraguas.
En el camino, Valentín pisó una baldosa floja y se mojó todo el pantalón. Nos echamos a reír mientras seguíamos corriendo, saltábamos grandes lagunas de agua e intentábamos taparnos inútilmente con las mochilas. Me sentí viva, después de tanto tiempo actuando como un robot. A veces andamos tan deprisa que no podemos detenernos a apreciar las pequeñas cosas de la cotidianeidad, y deseé con todas mis fuerzas que Irina aparezca y algún día pueda sentirse así, como yo: viva y consciente de la belleza que la rodea.
Entramos al colegio y la magia se acabó cuando todos se dieron vuelta para mirarnos. La angustia volvió y recordé las veces en las que mi amiga y yo nos escapábamos de clase para dar vueltas por la escuela o escondernos de los profesores, y sentí que la necesitaba más que nunca. Valen y yo nos sentamos en una esquina del gran patio a hablar con Ana Clara hasta que sonó el timbre.
Se repitió lo de siempre. Con sorpesa, me di cuenta de que Mateo hoy había venido a clase. Estaba serio.
Busqué con la mirada a Matías pero no lo vi. Las chicas de sexto B, grandes amigas de Irina, estaban pálidas, serias. No sonreían. Habían perdido la sonrisa y el buen humor.
A todos nos pesaba su ausencia.
Luego de izar las banderas y rezar, subimos a las aulas. Deseé que el día se pasase rápido porque hoy no tenía ganas de soportar lo mismo de siempre, y agradecí tener a mi amigo de copiloto en este extraño camino de la vida.
Aunque Valentín, Irina y yo no éramos amigos de nuestros propios compañeros por las grandes diferencias ideológicas que existían, hoy ellos parecían estar mas idiotas y molestos que de costumbre. No les importaba lo que había pasado con nuestra amiga. Ayer ni siquiera se inmutaron con la noticia o con la policía. Creo que jamás entenderé esa falta de sensibilidad y escrúpulos, porque mientras ellos gritaban revoleando cartucheras una de sus compañeras estaba desaparecida y sus únicos dos amigos en el curso tenían el corazón destrozado.
A ellos no tenía nada para decirles.
O al menos eso es lo que pensaba, hasta que una de las cartucheras que tiraron fue a parar directo a mi cara, mientras esperábamos a la profesora de Literatura.
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una desaparicion, tres amigos, un mensaje de texto desconocido
Editado: 21.06.2021