Jueves 19 de marzo de 2020
Cuando era pequeña mi mamá me decía que a veces pasan cosas inexplicables, cosas que no podemos elegir, que jamás decidiríamos transitar, pero pasan. De eso se trata la vida: presenciamos nacimientos y nuevas etapas, pero constantemente rozamos a la muerte, nos la cruzamos en la vereda de enfrente o al lado. A veces incluso la tenemos frente a frente y no nos enteramos lo cerca que estuvimos de irnos hasta que abrimos los ojos en la cama de un hospital y vemos a nuestros familiares durmiendo en el sofá de al lado.
Convivimos con ella todos los días y aceptamos que en algún momento vamos a morir, pero nunca estamos preparados para ver a alguien cercano irse: esperamos que mueran los más viejos primero y no podemos evitar sentir tristeza e indignación cuando es el hijo quien fallece antes que la madre.
Cuando mi padre murió, mi mamá me dijo: nunca vas a estar preparada para la muerte. Nunca nadie está preparado para afrontarla, ni siquiera cuando sabe que es inminente. Tenemos que vivir con ella, aprender a llevarla y saber que siempre nos va a doler.
Sin embargo, el mundo no se detiene para nadie. El sol sale todos los días y las personas e increíblemente, pase lo que pase, de lunes a lunes se levantan, se dan un baño, desayunan y pasan la mitad de su día fuera de casa para volver arrastrados de cansancio asimilando que van a tener que hacer eso por cuarenta años más hasta llegar a jubilarse. Quizás te den un día de descanso en el trabajo por duelo, pero, ¿acaso veinticuatro horas bastan para sanar?
Quizás nunca aprecié del todo lo que tengo, y me doy cuenta ahora, cuando apenas me despierto y recuerdo que hay algo mal, sintiendo que allá afuera no me esperan cosas buenas. La cabeza me juega una mala pasada y lloro, me desespero, agarro la almohada con rabia por sentir tanta impotencia y no tengo fuerzas para nada. El mundo sigue girando pero yo necesito que pare.
Apenas me despierto siempre miro el celular, con la esperanza de tener un mensaje de Irina avisándome que está todo bien y que va a venir a casa. Sin embargo, lo que leí hoy en la pantalla me dejó paralizada, sin saber qué responder.
Hola me escribió Ramiro a las 02:34 a.m.
Sin dudarlo un segundo, llamé a Valentín rogando que me atendiese el teléfono. Sonaba, sonaba y sonaba pero nadie respondía al otro lado. La puta madre.
¿A quién llamar? Eran las ocho y media de la mañana, mi amigo seguramente estaba durmiendo. Tenía una opción, pero no quería... juro que no quería marcar su número. Era la última persona con la que quería hablar después de la charla de ayer.
Pero no tenía opción.
Llamé a Mateo. Le rogué al Dios (o a quien sea) que por favor me atendiese. No tenía fuerzas para afrontar esto, ni siquiera tenía fuerzas para levantarme de la cama. Necesitaba ayuda.
— ¿Hola? — me preguntó una voz ronca.
— Mateo, soy Eva. No sabés lo que acaba de pasar.
— ¿Eva? — preguntó confundido — ¿qué "Eva"?
— Eva, de la escuela — atiné a responder. Su confusión me indicaba que claramente lo había despertado.
— Ah, hola Eva, no te reconocí — bostezó y se quedó unos segundos en silencio — me despertaste.
— Sí, lo sé. Perdoname, pero era urgente.
— ¿Qué pasó? ¿Irina...? — su voz se alteró de golpe, como expectante de alguna respuesta — ¿sabés algo?
— No... no sé nada, Mateo. Perdón.
Del otro lado del teléfono pude notar su decepción.
— Ah — dijo, luego de una larga pausa — pensé que...
— Desde el viernes me despierto pensando en que ella va a llamarme para avisarme que está todo bien — no pude evitar ser sincera con él. Los dos estábamos igual.
Su gesto me pareció tan sincero que en ese mismo momento terminé por desechar la teoría en la que él tenía algo que ver. Noté la esperanza, la decepción y la tristeza en su voz por saber algo de su novia. Pero lamentablemente ni yo ni nadie sabía nada.
— ¿Qué pasó, entonces?
— Me habló Ramiro — contesté a secas — no le respondí todavía.
— ¿Cómo? ¿¡Le hablaste al final!? ¿Me estás jodiendo?
— Yo no le dije nada, me habló él solo.
— Veámonos en la plaza, en el mismo lugar que ayer — se apresuró — ¿le dijiste a Valentín?
— No me atiende el teléfono.
— Bueno, vení vos sola entonces.
— Voy a ir a su casa — sentencié — Valentín tiene que saberlo.
— Como quieras — parecía ofendido, pero honestamente me daba igual — nos vemos a las diez y media.
Antes de darme la chancede responder, cortó. Me quedé sentada en la cama mirando el celular sin saber qué hacer o hacia donde disparar. Decidí volver a marcar el número de Valentín con la esperanza de que me atendiese, pero sonaba, sonaba y sonaba para dar a la casilla de mensajes. Hasta que Ramiro no me habló no encontraba motivos para empezar el día, ahora lo que me movilizaba era buscar a mi amiga a toda costa.
Dejé de pensar tanto en todo y me levanté, me duché rápido y me preparé el desayuno más liviano posible. Tenía ansiedad, no quería comer nada pero presentía que me esperaba un día muy largo. Volví a llamar a Valentín un par de veces más pero jamás contestó. Le mandé un último mensaje.
No te preocupes por las llamadas, estoy bien. Después te cuento.
Con la mochila a cuestas y los auriculares enredados, caminé hasta la parada del colectivo. Las nubes cubrían gran parte del cielo pero el sol se asomaba por algún que otro hueco. Corría un viento fresco y las hojas de los árboles se estaban tornando amarillas. El otoño estaba cada vez más cerca.
El colectivo no se hizo esperar mucho. Mientras viajaba esos siete minutos que separan mi casa de la estación, pensaba en lo efímero de la vida, en cómo todo pasaba tan rápido y tan intensamente. Sentía que ayer estaba hablando con Irina pero eso había sido el viernes pasado. Perdí la noción del tiempo y de los sucesos y ahí estábamos quienes la queríamos: esperando, siguiendo pistas que no sabíamos a donde llevaban mientras ella seguía desaparecida y cada minuto que pasaba era un minuto perdido. Ahora más que nunca deseaba que mi cabeza tuviese un botón de encendido y apagado.
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una desaparicion, tres amigos, un mensaje de texto desconocido
Editado: 21.06.2021