Matías se sumergió justo antes de que la ola rompiera en un estallido de espuma blanca. El agua lo apartó del mundo durante algunos instantes, aunque aún podía escuchar los gritos de los niños en la arena atenuados por el murmullo del mar. Al levantarse, buscó a Rodrigo con la mirada que vestido con la ropa del viaje y la cámara de fotos colgada del cuello, se embadurnaba los brazos con protector solar.
Si bien el agua estaba estupenda, Matías se obligó a correr hacia la orilla en donde lo esperaba su compañero impaciente. La mirada de Rodrigo hizo que se le encogiera el estómago. No era necesario que le recordara que no estaban allí de vacaciones, pero resultaba sencillo confundirse ya que el paisaje volcánico era casi onírico y las playas de arenas negras con su acantilado contrastaba con los cultivos de vid, almendras e higueras que habían recorrido ese mismo día. Tanta belleza hacía difícil que el joven periodista pudiera centrarse en encontrar algo extraño o fuera de lugar para su columna de sucesos paranormales.
Mientras Rodrigo inmortalizaba con su cámara el vuelo de unas gaviotas sobre el acantilado, Matías se quedó allí, observando las olas que se marchaban dejando en la orilla dibujos de sal. Aguardó allí a que el sol secara las gotas de agua de sus brazos y las transformara en piel de gallina.
Los niños se habían marchado y apenas quedaban algunas personas en la playa. Por un instante no se escuchó ninguna otra música que la del viento deslizándose por el mar y el de las olas rompiendo en la orilla. Sin embargo, una voz dulce como la caricia de una pluma hizo que los dos amigos llevaran su mirada hacia una delgada joven de cabello dorado y piel cetrina que los miraba con sus enormes ojos de gacela.
—¿Les gustaría comprar peras? —repitió dos veces y al ver que ninguno contestaba lo hizo una tercera vez.
—Sí... Sí, por supuesto. Las necesitamos —tartamudeó Rodrigo sacando su billetera.
Matías alzó una ceja con incredulidad, pues dudaba que necesitaran comprar frutas. Sin embargo, no pudo evitar que el calor subiera a sus mejillas cuando la vendedora le regaló una sonrisa que provocó que se le formasen hoyuelos en el rostro. Se obligó a apartar la mirada de ella y del vestido blanco que se transparentaba con el sol. Ya no quedaba ni rastro del frío que había sentido al salir del agua y se avergonzó de sí mismo por permitir que aquella mujer se aprovechara de lo débiles que pueden llegar a ser los hombres cuando se topan con un rostro... o un cuerpo bonito.
—¡Gracias! —dijo ella al tiempo que aceptaba el dinero y tomaba una enorme y amarilla pera del canasto que llevaba colgado del brazo para depositarla en las temblorosas manos extendidas de Rodrigo.
—Y esta es para vos —agregó eligiendo una fruta especialmente apetitosa por la que Matías se vio obligado a pagar.
Antes de que el periodista pudiera formular palabra alguna, la vendedora dio media vuelta y se alejó playa arriba en dirección a un pequeño grupo de turistas.
Matías rasgó con los dientes la piel delgada de la pera y la pulpa dulce y jugosa le recordó lo hambriento que estaba. Un mordisco siguió a otro y cuando solo quedaba el corazón lo arrojó contra una ola. Su compañero imitó este movimiento y se ganó una mirada de desaprobación de una pareja que caminaba por allí.
Cuando ya no pudo distinguir la presencia de la vendedora, Matías sintió como si el mar se hubiera estado inclinando ante ella. Sin que estuviese allí para contenerlo, el frío del agua los alcanzó y los obligó a retroceder. La marea subió y rodeó un castillo hasta devolverlo a la arena.
Se habían demorado en la playa más de lo que hubieran deseado y decidieron que era momento de conversar con algunas personas locales para ver si podían utilizar alguna de sus vivencias para escribir la nota que habían ido a buscar.
Las historias solían encontrar a Matías o quizás era él quien las iba tejiendo con las palabras que recogía de sus viajes a las que decoraba de forma sutil con un poco de imaginación. Aquello era lo bello de ser periodista, lo hermoso de ser escritor. La diferencia con la fantasía es que cuando la realidad sale de lo común, atrapa y fascina a las personas de forma casi peligrosa. Él no podía controlar el mundo que lo rodeaba, pero no subestimaba el poder de las palabras que podían significar lo que él quisiera o necesitase.
Antes de la puesta del sol, Matías ya había conversado con media docena de personas, mientras que Rodrigo había capturado en fotografías tanto la cultura local como el excéntrico paisaje. No les sorprendió enterarse de que el lugar contaba con numerosas leyendas locales que iban desde hadas a avistamientos de islas que no existen, fantasmas y demonios.
Durante la cena, Matías y Rodrigo decidieron que la historia de un monje de la antigüedad que se había hecho rico por descubrir un árbol de manzanas de oro, era digna de ser mencionada en las páginas de la revista. Por otro lado, podrían incluir la historia de la niña que desapareció y como si cayera por una grieta en el tiempo regresó cuarenta años después sin presentar signos de envejecimiento. Incluso, Matías consideró que podrían, a través de la revista, convocar a la protagonista para que si los llegaba a leer accediera a darles una entrevista exclusiva.
Esa noche antes de dormir, Matías ya había guardado varios borradores que podrían convertirse en artículos más que interesantes. Se acostó antes de la medianoche y apenas le costó conciliar el sueño.
El barco que se suponía que debían abordar abandonó el puerto muy temprano por la mañana. Sin embargo, ellos tuvieron que limitarse a observar cómo este se alejaba, ya que no los habían dejado abordar.
—¿Cómo te pudiste confundir de fecha al comprar los boletos? —refunfuñó Rodrigo negando con la cabeza.
—¡No seas tonto! ¿No es obvio lo que ocurrió? —replicó Matías intentando parecer confiado.
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Editado: 14.08.2022