La abuela de Rodrigo vivía desde hacía muchos años en un tranquilo pueblo llamado Macachín y el muchacho había convencido a Matías de que hicieran un no muy pequeño desvío para pasar a visitarla.
—No podemos quedarnos demasiado tiempo. Si no entregamos las notas y las fotografías antes del domingo, seguro que nos despiden —advirtió Matías.
—No va a ser más que un día. Te lo prometo. Además, si tenemos suerte podremos encontrar alguna nota interesante —prometió Rodrigo con un brillo inusual en la mirada.
—¿Vos decís?
—No voy a su casa desde que era chico, pero recuerdo que había muchas construcciones antiguas. Hay un castillo en ruinas y todo castillo antiguo que se precie tiene por lo menos uno o dos fantasmas. Seguro que vas a poder escribir algo interesante para la columna.
Matías esperaba que su compañero tuviera razón. Comprendía que extrañaba a su abuela, después de tantos años sin verla, pero no le hacía ninguna gracia poner en peligro el trabajo que tanto le había costado conseguir.
El viaje resultó más largo de lo que Matías hubiera deseado y sonrió al ver como las primeras construcciones de color ladrillo tomaban forma a la distancia. Pocos minutos después, comenzaron a recorrer el pueblo en auto. Rodeada de casas bajas con techos de tejas se extendía una plaza de amplias proporciones con un monumento en el centro frente a la que Rodrigo condujo unas cinco veces hasta que Matías comprendió que estaban perdidos.
—Ya pasamos por este lugar —dijo el periodista que cansado del viaje quería bajarse del auto cuanto antes y estirar un poco las piernas.
—Es que estoy intentando recordar en dónde vive mi abuela.
—Llamala por teléfono.
—No, es que ella no tiene ni teléfono ni televisión. Dice que esas cosas solo traen malas noticias.
—O noticias en general —agregó Matías en tono de burla.
—Pensé que al pasar por la casa la reconocería enseguida, pero ahora que estamos aquí todas me parecen bastante parecidas.
—Es un pueblo pequeño, puede que alguien la conozca.
—¡Buena idea! Le voy a preguntar a ese cura —dijo Rodrigo señalando a un hombre con sotana que caminaba por la calle.
—¡Disculpe, padre! ¿Podría acercarse un momento? —llamó Matías asomándose por la ventana del auto cuando Rodrigo se detuvo.
El hombre se acercó y preguntó:
—¿En qué puedo ayudarlos, muchachos?
—¿Conoce a la señora María Lorena Sánchez de Venegas y Peón? —inquirió Rodrigo.
El párroco abrió mucho los ojos y Matías notó como el miedo desdibujaba sus facciones. Acto seguido, hizo la señal de la cruz y se alejó lo más rápido que pudo, pero sin llegar a correr.
—¿Se habrá ofendido por algo? Tal vez no la conoce o quizás haya muchas personas con el mismo nombre —aventuró Rodrigo.
—Dudo que haya más de una persona con ese nombre en Macachín... o en el mundo. Mejor preguntémosle a alguien más —agregó Matías.
Siguieron dando vueltas por el pueblo hasta que se toparon con una mujer que reconoció el nombre de la abuela del fotógrafo.
—¡Claro que sé quién es! ¿Quién no la conocería en este pueblo? Va a ser mejor que se marchen. Es sabido que a la bruja no le gusta que la molesten los extraños —aconsejó.
—¿Cómo que bruja? ¡Está hablando de mi abuela! —exclamó Rodrigo frunciendo el ceño.
—¡Perdón! Yo no quería... Siempre que pasa por mi almacén le consigo todo lo que necesita para sus pócimas o lo que sea... Nunca le hago preguntas. Por favor, no le digan que hablé de ella —rogó la mujer con la frente perlada de sudor.
En cuanto Rodrigo le dijo que no tenía motivos por los que preocuparse, salió corriendo.
—Uh, no le preguntamos si conocía la dirección. Quizás alguno de esos chicos sepa dónde vive tu abuela.
Rodrigo estacionó cerca de cuatro niños que jugaban fútbol con un pedazo de pan viejo y sacando la cabeza por la ventanilla del auto les preguntó si conocían la dirección de María Lorena Sánchez de Venegas y Peón.
—¿Quieren ir a la casa de la bruja? —preguntó un chico que arrastraba las erres.
Matías se apresuró a responder antes de que su amigo dijera algo que pudiera asustar al niño.
—Sí. ¿Sabés dónde queda?
—Sí, pero tengan cuidado. Una vez, mi gata se subió a su techo y nunca más la volví a ver —dijo muy serio.
—No te preocupes. Siempre nos enfrentamos a cosas peores —insistió Matías y Rodrigo le lanzó una mirada de advertencia.
—Es aquella —dijo el chico y señaló una pequeña casa de ladrillos al otro lado de la calle.
Le agradecieron y avanzaron unos metros hasta estacionarse frente a la vivienda. Bajaron del auto y se dirigieron hasta la puerta. Rodrigo golpeó y una voz respondió del otro lado:
—¡Váyanse y dejen de molestar!
Matías estuvo a punto de dar la vuelta, pero Rodrigo insistió:
—¡Abuelita, soy Rodrigo! Viajamos muchísimos kilómetros para venir a verte. Quiero presentarte a un amigo.
La puerta se abrió y apareció una anciana muy pequeña y encorvada que con una sonrisa afable en el rostro los invitó a entrar.
—¡Rodrigo, querido! ¡Estás tan alto! ¿Cuántos años tenés ya? ¿Quince?
—No, abuelita ya tengo veinticuatro. Te presento a Matías. Es periodista en la revista en donde entré a trabajar como fotógrafo. ¿Te acordás de lo que te conté en las últimas cartas que te escribí?
—¡Claro que sí, mi niño! No suelo tener visitas, siéntense en el sofá y déjenme que les prepare un té —pidió la anciana con sus pequeños ojos brillando de alegría detrás de unos anteojos con forma de medialuna.
Los jóvenes se sentaron en un sofá con un estampado de flores amarillas y esperaron en silencio a que la mujer regresara con el té y unas galletas. Aunque Matías hubiera deseado salir corriendo de allí lo más rápido posible, la mujer parecía contenta de reencontrarse con su nieto.
—¿Puedo preguntarte por qué todos en el pueblo creen que sos una bruja?
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Editado: 14.08.2022