Me temblaban las manos y no sabía por qué.
—¿Estás seguro que puedes continuar? —Inquirió Stella, en inglés.
Asentí.
—Sí, yo creo que solo fue algo que me cayó mal esta mañana, no se preocupen —respondí tratando de convencerlas.
Una anciana a la que le pidieron ayuda Anca y Stella al entrar a la iglesia se acercó a nosotros con un aparato para medir la presión. Se sentó junto a mí en una de las bancas de la iglesia y me pidió levantarme la manga de la chamarra.
—No es necesario, en serio —traté nuevamente—. Les prometo que ya me siento bien —pero mis intentos fueron en vano porque la anciana me subió la manga como pudo y me colocó el aparato ajustándolo en mi muñeca, doblándome el brazo hasta que el aparato estuviera a la altura de mi corazón.
Presionó el botón azul y el aparato comenzó a pitar, después a presionarme la muñeca.
—¿Qué estabas haciendo cuando te mareaste?
—Estaba viendo una de las lápidas de ahí fuera. La de los dos nombres —miré a Anca y Stella que miraban el aparato con detenimiento. Detrás de ellas apareció Emil mirándome preocupado al ver lo que me estaban haciendo.
Entonces el aparato pitó y el aire de la banda que me presionaba la muñeca se fue, desinflándose. La presión disminuyó.
—Está estable —dijo la anciana mientras me lo desabrochaba.
—¿Ven? Se los dije, no me pasa nada —reprendí a Anca y Stella.
—¿Vienen de turismo? —Preguntó la anciana y, para nuestra sorpresa, habló en inglés al ver que acababa de reprender a Anca y Stella hace unos minutos. Los tres asentimos al mismo tiempo y sonrió—. ¿Y qué tal? ¿Les está gustando?
Asentimos.
—La verdad es que yo apenas estoy empezando a turistear, pero me dio curiosidad esa lápida de ahí fuera.
—¿La de los dos nombres? —Preguntó la anciana.
Asentí.
—¿Sabe por qué es la única con dos difuntos y no uno? ¿Eran hermanos, amigos, compañeros?
La anciana se encogió de hombros.
—Muchos turistas me preguntan las mismas inquietudes que usted, joven, a todos les llama la atención encontrar esa lápida y saber que no es idéntica a las demás les causa más intriga —tosió y se relamió los labios. Guardó el aparato en su cajita y la dejó a un lado de ella, en la banca—. El cementerio que está al lado de la iglesia es un cementerio alemán. Esta zona de Transilvania fue repoblada por alemanes desde el silo XII y sus descendientes fueron enterrados ahí. Son seres que fallecieron en la Primera Guerra Mundial.
Un escalofrío me recorre el cuerpo.
—Pero, ¿por qué fueron enterrados juntos Müller y Sumer? —Inquiere Anca.
—Prieteni —responde la anciana y Anca le traduce a Stella lo que acaba de decir la anciana. Prietieni = amigos.
Frunzo el ceño y mi mirada se desvía inconscientemente hacia la parte trasera de las chicas, donde Emil escucha con atención lo que dice la anciana. Alzo una ceja, interrogativo y él asiente.
—Pero… —Comienzo a decir sin separar mis ojos de los de él—. ¿Qué clase de amigos? —Al ver que las chicas se giran hacia atrás para ver qué veo, desvío mi mirada hacia la anciana que me mira con detenimiento.
—No lo sé, pero si quieres saber más tengo algo que puede ayudarte —se pone de pie, sale de la fila de las bancas de la iglesia y entra en un pequeño cubículo cerca de la entra principal.
Mientras ella está ahí vuelvo a mirar hacia done estaba Emil y se encoje de hombros. Anca y Stella salen de la fila de la banca y miran hacia la entrada de la iglesia.
—¿El tipo al que buscamos era tu amigo?
—Lo era, sí, pero…
Justo antes de que diga más, la anciana sale del cubículo con un papel en la mano. Me pongo de pie, camino hasta donde están las chicas y la anciana se detiene frente a nosotros.
—Ten —extiende un folleto hacia mí en donde aparece en la portada “Rumania: un lugar de ensueño.” y lo tomo—. Ahí encontrarás la ubicación de un lugar que te puede ayudar para saber bien qué tipo de relación tenían esos pobres chicos, yo ya no sé nada más de lo que te dije. Lo siento, recupérate pronto.
—Gracias —y se va, encerrándose en el cubículo.
—Es un poco extraña, ¿no creen? —Comenta Stella en inglés y ambos reímos.
—Un poco —responde Anca.
—A veces, para encontrar la verdad de los hechos, es de gran ayuda la información de terceros, Leo. —Dice Emil a mi lado y me sobresalto al escuchar su voz en mi oído.
—¿Por qué brincas? —Pregunta Anca riéndose.
—Un calambre —respondo haciendo una mueca de dolor, dolor fingido, claro.
Comienzan a caminar hacia la puerta principal de la iglesia y le doy un codazo a Emil en el estómago. Se queja, tose y me río.
—No vuelvas a asustarme así.
—Perdón.
Y salimos de ahí, con él siguiéndome los pasos.