Se le nubló la vista.
Los párpados le pesaban, parecían pegados, aferrados a no querer abrirse y encontrarse con semejante momento, que en un futuro y marcando de por vida, iba a ser el suceso más perturbador jamás experimentado. Ojalá no hubiera desplegado sus ojos.
Pero solo eso existe, un ojalá.
La mano le colgaba de la cama; fue lo primero y lo último que observó. La distorsión en sus ojos cambió hacia un dolor inexpugnable. Quería gritar. Los oídos se le taparon, un eco de voces fue lo único que proceso. Parpadeó varias veces antes de trasladar su cabeza, antes hacia la derecha, en dirección al centro de la cama. En el proceso divisió a la muñeca antes vista: con su sonrisa malévola y sus ojos desprendiendo odio, asco y sus altas ganas de asesinar, parada en frente de su puerta. Algo le decía que ella no era la amenaza, no en ese momento. Era correcto.
Un sacerdote se marcó de lleno en su perspectiva: cabello negro, túnica sacerdotal, negra, por supuesto. Llevaba una cruz de madera que parecía muy antigua en la mano derecha, entre sus extremos un rosario la cubría. En la izquierda tenía una biblia. Una extraña lengua provenía del sacerdote. Latin y una mezcla de otra, o al menos eso pensó. Después, sintió que poco a poco dejaba de tocar la cobija...el colchón...la almohada, hasta que, efectivamente, estaba levitando. Su pecho sobresalía más en dirección hacia el techo, la cabeza le colgaba.
Una fuerza mayor se torno alrededor de todo su cuerpo, Todo. Esa punzada, ya conocida, se originó en su corazón y pecho que, posteriormente, se fue extendiendo.
El dolor lo sentía como si fueran a cerrarle el corazón, queriendo aplastarlo. Se quedaba sin aire, esa presión en sus pulmones se tornaba resistente, muy violenta. Lo que supo después es que comenzó a gritar, un grito de dolor tan desgarrador que al vociferarlo saco un gran dolor, un gran odio de sí. Siguió gritando, la amenaza siguió alardeando. Con cada palabra que decía las venas le ardían, la cara, los pies, todo. El cuerpo le quemaba, la cabeza casi le explotaba y la presión seguía allí, presente, incansable e imparable.
De un momento a otro todo se calló, la habitación ahora estaba vacía. Sintió una fuerte regresión que la mandó de nuevo hacia la cama.
Temblaba y poco a poco sus ojos se iban sellando. En sus brazos y cuello se le marcaban las venas de un rojo intenso, estas palpitaban. Adentro, afuera. Adentro, afuera.
Parpadeo repetidas veces hasta estar semiconsciente, bueno, eso creía, el peso del pecho se multiplicaba, una sombra se alzaba enfrente de. Era un animal, no lo percibia del todo puesto que estaba oscuro, más de lo normal. Los ojos blancos eran lo único que se visualizaba.
Se desmayó
Si deseas sentir como fue (más o menos) esa punzada, esa presión, haz lo siguiente: acuéstate en tu cama y deja colgando (solo un poco) tu cabeza en la esquinera, estira las piernas, como si te estuvieran jalando, lleva tus dos manos hacia en medio de tu pecho, una encima de la otra, ahora presiona ese punto, lo más que puedas (para más dolor aprieta con los puños) y a la vez estira tus piernas. Si sientes como si te estuvieras quedando sin aire y con un dolor que te aprieta el corazón, felicidades, lo lograste. Ahora imagina que ese dolor se multiplica por 5, 6, 8...ese fue el verdadero dolor.