Género: Romance.
Cuando Holly había arribado al hotel donde tendría lugar su estancia, ya era bastante tarde, y la recepcionista no la hubiese siquiera atendido de no ser porque su habitación ya estaba reservada desde hacía semanas. Pero no tenía culpa alguna: ese día su vuelo se había retrasado por un inconveniente con las turbinas del avión; cuando llegó a la base aérea, su equipaje se había extraviado entre montañas de bagaje, y el tráfico no fue de ninguna ayuda, pues, cuando apenas pudo encontrar un taxi entre las concurridas calles parisinas, este se había averiado a unas míseras calles del hotel donde pernoctaría.
Pero no había más qué hacer, solo sospechar que todas las fuerzas del Universo se habían confabulado en contra suya para que la pelirroja no pisase en tan anhelada metrópoli, mas lo había conseguido. Aun después de tantos contratiempos, había podido lograr su cometido de llegar a la Ciudad de la Luz, aquella a la que tanto ansiaba ir desde que había cumplido sus prematuros quince años.
Ahora con veintitrés años encima, Holly tenía la satisfacción de decir que había alcanzado su ilusión de poder visitar la urbe de sus sueños. Porque no había sido fácil venir, en lo absoluto. Primero comenzó con las problemáticas de viajar sola que exponía su sobreprotectora madrastra: que si la secuestraban apenas llegase, que si le robaban, que si la asesinaban al estilo de Jack El Destripador... En fin, sus oposiciones no hubieran cesado de no ser por su padre, quien la convenció de que Holly ya estaba lo suficiente grandecita como para "explorar otras aguas". Se lo agradecía muchísimo, pues, si no fuese por él, aún estaría en su casa discutiendo sobre el control de su vida. Estaba plenamente agradecida con su mejor amiga, también, quien no dudó en ayudarla a obtener aquel costoso periplo, aunque había sido con una irrisoria condición.
Suspiró, sacudiendo la cabeza con diversión al recordar a su amiga, Michelle, diciéndole que si encontraba a un guapo francés no volviera hasta que estuviesen ya casados y con decenas de hijos. Rió por lo bajo ante la ocurrencia. Había momentos en los que deseaba que su amiga fuera más adusta, sin embargo, sabía que aquello era imposible: Mich nunca fue ni sería una estirada, así como ella.
Recostó su cabeza sobre la áspera almohada, preguntándose miles de cosas, pensando en todo y, a la vez, en nada. Observó el techo de su cuarto de hotel, sopesando que, tal vez, solo tal vez, había sido una equivocación el haber ido.
No te retractarás ahora, ¡te lo prohíbo!, se regañó a sí misma. No se arrepentiría, no podía hacerlo. Había llegado desde muy lejos solo para verle...
Miró la hora de manera distraída, dándose cuenta con inquietud que eran ya las ocho de la noche.
Llegaría inexcusablemente tarde.
Ingresó por la puerta del lavabo con increíble apuro, tratando de demorar lo menos posible.
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Anduvo por las frías avenidas, cubierta por una espesa gabardina, intentando hallar un pequeño sitio en el que tomar una bebida caliente. Se detuvo al lado de una tasca que ponía Le petit caramel. Por sus pocos conocimientos en el enrevesado idioma, pudo interpretar que se llamaba El pequeño caramelo.
Ahí es, pensó, aliviada de haber llegado al fin.
La puerta del café bar se abrió tras darle un leve empellón, haciendo que los nervios de Holly acrecieran con inconcebible rapidez. Sus ojos se estrecharon ante la poca luminosidad que albergaba en el local. Se internó en el recinto, buscando con la mirada alguna mesa libre próxima a los ventanales. Respiró con pesadez al cerciorarse de que no había ninguna consola que estuviera desocupada.
Caminó con pasos cortos hacia la barra, donde, después de sentarse, una amigable camarera le preguntó, en francés, si le apetecía algo. Ella negó suavemente con la cabeza, regalándole una pequeña sonrisa. Se giró sobre su asiento y contempló el interior del establecimiento con vaga atención: las mesas esparcidas por todo el lugar, cubiertas por manteles de cuadros a colores y las grandes ventanas que daban hacia las parisienses calles oscurecidas por la cercana noche.
Se sobresaltó cuando sintió una mano grande y pesada posarse sobre su hombro. Un abrasador resuello acarició el lóbulo de su oreja, ocasionando que un estremecimiento sacudiese su cuerpo de forma indisimulada. Embriagadora era la fragancia que se internó en sus fosas nasales al tiempo que percibió que unos cálidos labios se postraban en su gélida mejilla. Bajó la mirada, sonrosada, cuando aquella boca retozona se acercó a su cuello, donde dejó un suave mordisco.
Una ronca voz masculló en su oído:
—Bonne nuit, belle dame! —saludó, alegre. Su exquisito acento francés era una dulce melodía para sus sentidos. Se giró sonriendo en su dirección, encontrándose con aquellos ojos verdes que incontables noches le habían usurpado el sueño.
—Tardaste bastante en salir —le dijo, aún sin poder con aquella aniñada y coqueta sonrisa que el chico le ofrecía. Frunció el ceño cuando, sin decirle nada, el chico la asió por los hombros y la empujó fuera del pequeño café—. Bastian, ¿adónde me estás llevando?
—¿No te das cuenta todavía? —inquirió, besando su cabello—. ¡La noche es joven y nosotros también! Tengo que guiarte por los lugares más espléndidos de este paraje, ma belle fille!
—¿Qué quieres decir con esto? —preguntó con desconcierto. La verdad era que mirar a Bastian tan emocionado le encantaba, porque ella sabía, desde que se habían conocido hacía dos años, que él siempre había aspirado poder dirigirla por las calles de su país natal, pero también estaba asustada. No sabía siquiera adónde irían.
Bastian detuvo su acelerado andar y la miró a los ojos. Su mirada brillaba de mero entusiasmo y eso la hacía sentir muy nerviosa. Sus labios buscaron los de ella, donde dejaron un suave beso, para después musitar sobre su boca: