Los elfos son conscientes de su importancia estratégica en el continente. No sólo por el Árbol Sagrado, sino también – y, de hecho, principalmente – por su superioridad territorial. Sí, disponían de uno de los mayores territorios de casi cinco mil millas de ancho, pero estaba dividido en varios reinos, cada uno con sus propios intereses.
Y para evitar que éstos enfrentasen entre sí a los hermanos, y redujeran su poder global, habían creado Ciudad Concilio, o Ciudad Consejo, un lugar de reunión por supuesto, de los principales consejeros y sabios, representantes de todos los reinos. – excepto los clanes del desierto, nómadas y por tanto sin territorio – y lugar donde, en resumen, se tomaban las decisiones del mundo.
Además del propio Concilio, el inmenso edificio de mármol blanco que sobresalía, la ciudad había ido creciendo según aristócratas, artistas y gentes de la alta sociedad se daban cuenta de los privilegios que supondría vivir en la ciudad más importante del mundo.
Quien no se daba cuenta de esos privilegios eran Leon y Chanty, ya que, para evitar amenazas, estaba prohibida la presencia de humanos a no ser que llevasen un permiso especial. Y, como es evidente, ellos no tenían ni permiso especial ni tiempo para conseguir uno. Chanty le dejó bien claro que no se separaría de él, por lo que su viaje se convirtió en una especie de apuesta, en un juego contra los cuerpos de seguridad que patrullaban los caminos.
Driine vigilaba a su alrededor, y cuando detectaba soldados o guardias aproximándose, ya fueran elfos o espíritus, Leon y Chanty salían de los caminos a ocultarse hasta que pasara el peligro, abusando de un hechizo de sigilo de la elfa que impedía que los detectaran, pero que sólo cubría una reducida área alrededor de la elfa. En consecuencia, cada vez que aparecían soldados, Leon se tenía que apretujarse contra ella, tan frecuentemente que comenzaba a creer que escogía las vías más transitadas a propósito.
Una elfa y un humano, apretujados a la orilla del camino. Más de una vez, al atardecer, Leon creyó no sólo que los descubrirían, sino que los condenarían a muerte por herejes.
Pero entonces Chanty le daba unos toques en las orejas y se las dejaba puntiagudas, haciéndolo pasar por elfo lo suficiente como para comprar una habitación de la posada. La cercanía de Ciudad Concilio, además, encarecía los precios, por lo que pronto se vieron obligados a hacer lo que le habían dicho los Gartano; compartir habitación y cama, a pesar de que Leon se ofreció a dejársela a ella.
También se dispuso a enseñarle etiqueta elfa, aunque él creía haberla aprendido cuando estaban con los Gartano. Chanty se echó a reír al oírlo, diciéndole que los altos elfos eran tan diferentes del resto como éstos lo eran de los humanos. Leon quedó desolado al saber que había otra larga retahíla de fórmulas a la hora de tratar con los sabios. Fórmulas sobre quién habla primero, cómo hay que saludar, dónde mirar o incluso qué hacer con las manos. Aquella gente, le aseguró, era altiva y perfectamente capaz de ignorar sus problemas por el simple hecho de haberlos ofendido protocolariamente.
– Entonces menos mal que estoy contigo, – dijo él. – y no con uno de esos altos elfos normales. – Pero fue mala idea decirlo, porque entonces Chanty le hizo practicar todas y cada una, con ella.
Pero finalmente, entre unas cosas y otras, llegaron juntos a Ciudad Concilio, el lugar más imponente que Leon había visto en su vida.
– A esta gente le gusta mucho el mármol blanco, ¿verdad? – Dijo, tras pasar el control de las puertas con el hechizo de orejas puntiagudas, mientras Driine armaba alboroto para distraer a los guardias.
Mansiones, palacetes, estatuas de héroes que ninguno de los dos conocía… Todo era nuevo y brillante ante los ojos del soldado arquiliano, y Chanty insistió en llevarle a la explanada de los templos, una plaza grande y circular que estaba rodeada de ellos. Allí, le contó, estaban representadas todas las deidades y espíritus mayores que adoraban los elfos, ya fueran de las llanuras, verdes, de las montañas, azules, rojos o grises. La diosa de la Luna de los del desierto, el Padre de Todos, la Madre de los oscuros del norte…
Y allí, presidiendo la plaza, ante la luz del ocaso, estaba aquel templo, dedicado a los dioses cuyo culto había traspasado fronteras y llegado hasta Arquilia y más allá: El templo a la Vida y la Muerte. El templo a Klynian y Molbazaar.
Las gruesas puertas de madera se abrieron, franqueándoles el paso. Leon se adentró en la estancia principal quedando boquiabierto. Un gran fresco lo recibió, tras los altares, que representaba la dualidad de Klynian y Molbazaar, un fresco de tanta finura como el chico nunca los había visto antes.
Con la mirada fija en la pintura, Leon avanzó por la nave. En Lorecia había un templo dedicado a Klynian, sí… Pero, junto a éste, no parecía más que una simple estatuilla. Tragó saliva, conteniendo el aliento.
El inmenso fresco, que llenaba la pared frontal del lugar, mostraba una exquisita figura femenina, con melena dorada ondulante, extender su mano hacia la tierra, para darles vida a todos los hombres y criaturas, mientras que un hombre, con una capa de color verde oscuro, los recogía desde la parte superior. La vida y la muerte. El principio, y el fin. Klynian, y Molbazaar.
Y, entre ellos, estaba un Árbol. Leon no tuvo que preguntar para saber qué árbol era. El Árbol Sagrado, que extendía sus raíces desde Klynian y sus ramas hacia Molbazaar.
Era simplemente hermoso, como decía Chanty. Sobrecogedor.
– Dicen que el pintor recibió el encargo de los mismos dioses, ya que no habría en éste mundo elfa tan hermosa. – Habló un elfo que estaba cerca, disfrutando también de la pintura. Alto, atractivo y con el cabello oscuro, como Leon, le lanzó una mirada a Chanty. – Pero ahora veo que estaban equivocados. – Inclinó la cabeza ante ella, y Leon lanzó una mirada hacia Klynian y otra hacia Chanty, advirtiendo el desconcertante parecido que guardaban. – Es afortunado, amigo, de tenerla a su lado.
Editado: 14.05.2020