Cuando en el cine y la ficción te topabas con una violación, ni por asomo podías acercarte a lo que pensabas que sentiría esa persona. Podías creer que lo sabías, que empatizabas, pero no podías comprender el verdadero motivo por el cuál esa persona se odiaba a sí misma en lugar de repudiar a quien le había arrancado de su ser esa parte tan importante y fundamental: su punta intimidad.
Ahora ella lo entendía.
Mejor que nadie lo entendía.
Y era totalmente cierto el desprecio, la sensación de repulsión que uno mismo sentía hacia su cuerpo, hacia su propio sexo, hacia sí mismo. El gran vacío se apoderó de ella en cuanto sintió el sudor de la frente de él contra su nuca, humedeciendo su propio pelo. Se sintió húmeda entonces por culpa de su euforia, y aquello hizo que el rencor y el odio se revolvieran en su interior.
Pero no podía hacer nada, no podía moverse, ni podía reaccionar, porque aquello era lo que le tocaba aguantar. Era su puta condena, su nueva condena. Una más en ese puto sitio.
Cerró los ojos e intentó rebuscar en el interior de su mente un recuerdo que la mantuviera alejada de aquella penuria. Pero era muy difícil pensar en otro lugar cuando el hombre que acababa de violarte aún tenía su miembro en tu interior. Era muy complejo abstraerse cuando aún su vientre golpeaba con tu espalda. Cuando su respiración agitada aún removía tu pelo.
Las lágrimas solo eran un medio muy limitado de desahogo, de exclusión. Pero de poco sirvieron más que para demostrarle su debilidad a un ser tan despreciable como lo era él, así que, armándose de fuerza, de valor, y reuniendo toda la frialdad y la indiferencia que era capaz de recuperar en ese momento, hizo desaparecer la humedad de sus mejillas, intercambiándolo por un gesto de ira, de rabia.
Por fin su cuerpo se separó del suyo. Casi se habían quedado pegados, y aquello le provocó un desagradable escalofrío de repulsión.
Entonces él la acarició como si ella hubiera estado de acuerdo en todo momento con aquello que acababa de suceder. Todo el mundo después de tener un orgasmo necesita un abrazo, una caricia y un beso, ¿no?
Aún con el vientre contra el escritorio, pudo escuchar la hebilla de su cinturón al abrocharse el pantalón. Ese sonido se repetiría constantemente durante los próximos días en su cabeza. Por desgracia.
—Podés irte —le informó, abrochándose los botones de la camisa, con la frente perlada en sudor.
La chica, como un cuerpo sin vida, se reincorporó, con la mirada perdida, despacio, y se subió los pantalones junto a la ropa interior. Fue en ese instante cuando sintió que se derramaba, que se escabullía de su interior y descendía de su sexo hacia sus muslos su esperma.
Apretó los dientes y apretó entonces los músculos de su vientre para que el ardiente fluido se desbordara del todo, saliendo por completo de su cuerpo. Se acercó hacia la puerta, sintiendo las náuseas y el nudo en su garganta, cómo sus muslos ahora repentinamente resbalaban viscosidad. El sexo le dolía, los muslos le dolían, el cuerpo le dolía, la puta alma le dolía.
Se giró hacia él. Cualquiera hubiera jurado que llevaba un bisturí en el bolsillo, algo con lo que defenderse, porque aquella mirada solo decía una cosa; muerte.
Sin embargo, sus labios espetaron algo muy distinto:
—¿Podría darme una pastilla abortiva?
Sandoval se giró, anudándose la corbata bajo el cuello, cejas alzadas, sorprendido.
—Por supuesto —asintió, como si no hubiera pasado nada, como si aquella petición no fuese directamente con él, por él. Por su asquerosa culpa—. Pasáte mañana por acá.
Susan asintió, bajando la mirada y se marchó.
¿Conocéis esa sensación de vacío tan inmensa que el resto del mundo deja de existir? ¿Que el fondo se convierte en penumbra y la penumbra en un desecho? Por ahí vagaba ella ahora, por el puto abismo, rozando la locura, la demencia. Se había ausentado de emociones, no hubo gesto alguno aposentado en su rostro. La fina línea de sus labios y su mirada perdida eran todo cuanto le mostraría al mundo en los próximos días.
—Venga, tía, enróllate. Que te juro que te lo devuelvo, en cuanto venga el Piti te lo pago, te lo juro.
Tere estaba suplicándole a Anabel que le fiara algo de droga, pero la contraria ni siquiera la miraba. Continuó doblando sus calcetines con paciencia, dándole la espalda. Los continuos rechinares de los dientes y el incesante golpeteo del temblor de su pierna empezaban a acabar con su paciencia. Rodó los ojos y terminó por girarse hacia ella.
—Lo siento, pero no soy una ONG. Lo que te dé, me lo pagas. Y si no tienes para pagarme, entonces no me lo pidas.
—Va, tía... Que nunca te pido nada...
—¿Qué nunca me pides nada? —rió con sorna—. Qué morro tienes. No voy a darte nada, Tere. No seas pesada —y se volvió a girar hacia sus calcetines.
La contraria resopló, rindiéndose al fin mientras apretaba los puños, como si así doliera menos.
Fue entonces, al girarse para marcharse, cuando se topó de bruces con el rostro de Susan, vacío de expresión.
—Joder... Qué susto, coño —se llevó la mano al pecho, y cerró los ojos, soltando lentamente el aire—. ¿Qué te pasa?
Pero Susan no le contestó. Pasó por su lado para introducirse en la celda y tumbarse así sobre su litera, cerrando los ojos.
Anabel contempló la escena con la mirada aguzada, intentando descifrar cuál era el misterio. Pero la presencia de Tere ahí no hacía más que desviar su atención, así que le hizo un gesto con la cabeza para que se marchara, y así poder quedarse con Susan a solas. En cuanto la mujer se fue y se quedaron a solas, a Anabel no le hizo falta preguntar para darse cuenta; las manos de la chica estaban entrelazadas sobre su bajo vientre, y la menstruación nunca le había dejado esa cara de fantasma, así que comprendió. Y el comprender le hizo representar una orgullosa sonrisa en su rostro, una sonrisa insidiosa y vil de pura prepotencia. Enarcó una ceja, y continuó con sus labores.
Editado: 12.04.2020