—¿Vamos a morir abuela? —preguntó Cecilia con un dejo de tristeza en la voz y en la mirada.
—¿Por qué dices eso pequeña?
—Mamá dice que el imperio está a la deriva, que los bárbaros se adueñaron de Hispania, otros se apresuran a asentarse en la península itálica y otra gran horda avanza sin control por el Danubio ¡Estamos perdidos! —farfulló—. Y para colmo de males, los persas invadieron Siria ¡Esos malditos persas! Que se atrevan a poner sus pies en Constantinopla y ya verán como terminan.
—Tranquila mi niña —sonrió la abuela, meciéndose en una vieja silla de madera— Roma ha sobrevivido a peores calamidades; nos repondremos de ésta también.
—Pero… —hizo silencio mientras buscaba en su mente las palabras adecuadas—. El emperador enloqueció y el pueblo no tiene fe en Sofía.
—¿Es eso cierto? —preguntó la vieja mujer frunciendo el ceño.
—Acaba de comprar la paz con ochenta mil monedas de plata —dijo meneando la cabeza, como si aquella niña de 12 años no aprobara la decisión de la Regente.
—Nuestros soldados combaten en diversos puntos a la vez. Lamentablemente, el hombre siempre ha querido lo que Roma tiene —se explayaba la abuela mientras entrecerraba los ojos como recordando tiempos pasados— y defenderlo es costoso. Nuestros soldados pasan la mayor parte de su vida alejados de sus familias, sin conocer a sus hijos, extrañando a sus esposas; añorando regresar.
«Algunos enfrentan a los Lombardos, defendiendo nuestras posiciones en Rávena; otros apuestan su vida en las fronteras con los Sasánidas y otros tantos, de modo incansable, se baten contra los Ávaros que, lejos de claudicar, se estrellan una y otra vez contra nuestras murallas con la única intención de adentrarse en la Capital. Nada de todo esto es nuevo para nosotros pequeña Cecilia; no temas.
La niña se quedó en silencio, una calma indescriptible la invadió por completo al escuchar, despreocupada y segura, a su abuela hablar sobre los males que parecían perseguir al imperio desde tiempos inmemoriales.
Su rostro lucía cansado, amén de unas pocas arrugas que surcaban con delicado disimulo su rostro, no aparentaba los sesenta inviernos que su cuerpo soportaba. Lúcida como pocas personas en la Tierra, gustaba contar historias que llenaban la imaginación de su numeroso auditorio, historias que tenían que ver con la hidalguía y pasión con las que, hombres y mujeres de antaño, enfrentaron su destino sin más armas que el amor y sin más esperanza que el anhelo perpetuo de respirar un día más.
—¿Tú has vivido situaciones similares, verdad abuela? —preguntó con la mirada en el suelo, ansiando poder oír alguna de las tantas historias que mezclaban mito y realidad.
—Todos, a lo largo y ancho del imperio las hemos vivido; no creo que exista romano desde Cartago a Trebisonda que no se haya acostumbrado a las penurias —soltó una carcajada.
—El occidente ha caído ¿por qué nosotros seríamos diferentes? —hablaba Cecilia buscando consuelo en la sabiduría de la anciana—, ¡Maldita la hora en que Justiniano dejó al demente de Justino II en el poder!
—Es curioso que lo menciones.
—¿A qué te refieres abuela? —preguntó elevando las pestañas.
—Hace muchos años, alrededor de cuarenta para ser más precisos, estalló la revuelta contra el emperador Justiniano; una verdadera catástrofe. Todo era anarquía, nadie respetaba las instituciones y los hombres arrasaban con todo lo que había a su paso. Yo misma creí que se acercaba el fin del mundo.
—¡La revuelta de Nika! Cómo desconocer semejante acontecimiento —interrumpió Cecilia abriendo los brazos tanto como su cuerpo permitía.
—¡Exacto! —exclamó—. Y en ese instante en que todo era devorado por las llamas o arrojado a los olvidos del tiempo con impetuosos ataques de ira, no existía persona en Constantinopla que no se cuestionara las aptitudes del emperador e, incluso, maldecían al difunto Justino I, por dejar a su sobrino como sucesor.
Aquella afirmación resultó en una pausa sofocante que pareció ahogarse en las profundidades de su pensamiento.
Entretanto la copiosa lluvia ensombrecía los álgidos tiempos por venir mientras maduraban, en el interior del Dommus, al amparo del fuego acogedor que ardía bajo la chimenea, los recuerdos de un pasado tumultuoso en la desgastada mente de la anciana, pujando inclementes por abandonar su memoria y convertirse así en una verdadera leyenda; una que engalanaría desde las pequeñas reuniones hasta las más celebres veladas perpetuándose, de ese modo, en los altares del tiempo; los mismos que están reservados a la épica y la devoción.