—¿Quién eres forastero? —preguntó un soldado en el cruce de caminos, luego de detener una carreta sospechosa.
—Gaio de Tebas, señor —respondió titubeando.
—Gaio de Tebas —susurró—, bueno Gaio, estás muy lejos de casa, ¿Qué te trae a Nicomedia?
—Voy camino a Jerusalén, tengo familia allá.
—Parece que eres un hombre rico, esa carreta solo la lucen los aristócratas —hablaba con sorna—, sin embargo no vistes como uno.
—Puedo explicarlo, mi amo me ha facilitado el transporte para poder llegar a tiempo... mi padre está muy enfermo.
—Abre la puerta —ordenó mientras se acercaban otros oficiales.
Mil veces habrá pensado en escapar. Es difícil saber qué sensaciones recorrían su cuerpo en el instante en el que se encontraba rodeado, sin una coartada convincente, temeroso de probar con la verdad.
La inspección duró escasos segundos. No hacía falta más tiempo para descubrir la falacia esgrimida instantes atrás, y solo restaba dilucidar si aquellos soldados tendrían clemencia con el mentiroso o le harían sentir todo el rigor de la ley romana.
—Imagino que tu amo también te obsequió este cofre lleno de monedas de oro y plata —dijo el oficial al mando ante la risa burlona de sus secuaces.
—Si promete no asesinarme le diré toda la verdad.
—¿Acaso estás negociando conmigo? —preguntó frunciendo el ceño, ofuscado—, un soldado romano no pacta con ratas callejeras.
—Tengo información valiosa, que puede serles útil —dijo mientras era obligado a arrodillarse en el fango.
—¿En serio? ¡No me hagas reír! —se burló.
—La carreta pertenece a Ania Drusila Julia —dijo desesperado, con los ojos firmes en el lodo.
—¿Y por qué es eso importante para nosotros?
—El emperador quiere su cabeza; por eso escapábamos hacia tierras foráneas.
—¿Y dónde está esa mujer ahora? —preguntó con interés, interrumpiendo, de momento, la sentencia.
—Se bajó hace cientos de millas —respondió tiritando del temor—, pero no desesperen, estaba en medio de la nada y con una bebé a cuestas; no llegarán lejos.
—Entonces es cierto, traicionaste a tus amos y como corolario le robaste sus posesiones —dijo el soldado pasando el filo de su espada por el cuello del desdichado.
—Estuve mal, pero le di información valiosa, que le pude valer un ascenso; le suplico clemencia —dijo con los ojos cerrados, aguardando piedad.
—Te diré lo que voy a hacer; voy a quedarme con ese cofre y con la carreta. Le diré a mis hombres que registren la zona buscando a la fugitiva y al hallarla; tomaré gustoso el premio que Justiniano desee otorgarme —dijo con una sonrisa pintada en los labios.
—¿Y qué hacemos con este hombre? —preguntó uno de sus lacayos refiriéndose a Gaio; el traidor.
—Soy un hombre de palabra —respondió—, ampútenle las manos y déjenlo ahí; de ese modo pensará cien veces antes de tocar los bienes ajenos; ah no; ahora ya no podrá tocar más nada —rió.
Los gritos del otrora esclavo se oyeron en los confines del imperio. Tendido sobre el barro, maldiciendo su destino, suplicaba, en vano, que le quitaran la vida. Ahora, el general Tito, a cargo de custodiar los cruces comerciales entre la capital y Nicomedia, solo podía pensar en atrapar a una fugitiva que se hallaba a la deriva, sin más norte ni esperanza que los senderos de su corazón y los ojos azulados de la pequeña que cargaba en brazos.
El mal clima no menguaba. Los relámpagos en el cielo eran lo único que podía oírse en la intemperie y también lo que de vez en vez, iluminaba los pantanosos caminos inciertos de aquel páramo desolado.
No es difícil imaginar lo que sintió Ania cuando se topó con aquella casa de madera a mitad de camino, justo en medio de la nada. Parecía un sueño. Como si el cielo hubiera escuchado sus múltiples plegarias y le hubiera enviado, en respuesta, un refugio donde pasar la noche.
Seguro era gracioso verla correr como si de aquello dependiera su vida, y en cierto modo lo hacía. No dejaba de preguntarse cuánto tiempo más iba a poder soportar las inclemencias del clima y los dolores que calaban hondo en su alma. El destierro imprevisto, el futuro incierto, el peligro latente y el frágil bienestar de su bebé eran motivos más que suficientes para buscar paliar, más no sea por un instante, semejante vendaval que puso su mundo de cabeza, mientras intentaba pensar cómo recuperar su vida.
Se acercó con cautela. Respiró hondo varias veces antes de golpear, con la palma de su mano, aquella vieja puerta; último obstáculo para el alivio.
—¿Quién es? —preguntó la voz ronca de un hombre evidentemente mayor.
—Mi nombre es Ania, estoy con mi bebé; por favor necesito refugio —dijo mientras elevaba una plegaria.
—¡Váyase! No hospedamos gente en este lugar.
—¡Por favor! —gritó desesperada—, mi carreta se averió... mi hija... se lo suplico.