—¿Y bien, qué me traen esta vez? malditos buenos para nada.
—Teníamos el dato de que una mujer joven y acaudalada se hospedaba en la posada de…
—No me interesan las historietas, solo quiero saber qué me trajeron —interrumpió con cara de pocos amigos, mascando el vacío en su boca.
—Cuatro monedas de plata Sr —dijo con la cabeza gacha mientras sus dos colegas continuaban arrodillados como esclavos frente a su amo.
—¿Tres días merodeando los caminos y solo me traen cuatro míseras monedas?
A continuación, ese hombre vestido con la armadura de algún gladiador, sacó su látigo y comenzó a apalear a los hombres que no habían cumplido, según sus deseos y demandas, con lo pactado.
—Sr, espere, espere por favor —alcanzó a balbucear quién llevaba la voz cantante de los bandidos.
—¿Cómo te atreves a interrumpir el castigo?
—Hay algo más, no solo hemos traído esas monedas.
—¿Qué estás diciéndome?
—Hemos secuestrado una bebé, una hermosa niña blanca como la nieve y de cautivantes ojos….
—¿Acaso crees que soy una niñera? —interrumpió con vehemencia—. ¿Qué voy a hacer yo con una maldita bebé?
—Pensamos que la madre pronto vendrá por ella y pagará una cuantiosa suma, señor —dijo el hombre barbado completamente adolorido, con la cara en el suelo, repleto de magullones.
—¿Acaso la robaron mientras su madre dormía? —preguntó con un gesto adusto, comenzando a apreciar el negocio.
—No señor, pero sabemos que tiene más monedas que las que pudimos arrebatarle.
—Si una madre no paga inmediatamente rescate por su bebé solo puede haber dos motivos; o bien no le importa en absoluto la criatura y le da igual lo que hagan con ella; o realmente quiere a esa niña pero no tiene de dónde sacar el dinero para pagar.
—Señor le aseguro que vendrá…
—Y cuando lo haga quiero que la maten —ordenó dando un fuerte latigazo contra el suelo—. Tengo una mejor alternativa para esa bebé.
De repente, como si se tratara de la oportunidad que hubiera estado esperando toda su vida, aquel hombre recio y despiadado vio nacer en su mente un negocio inmejorable, uno que le proporcionaría el dinero necesario para comprar esa vida que anheló –y envidió- y ahora, casi sin quererlo, como un regalo caído del cielo, la llegada de la pequeña Caterina se presentaba como su boleto a la felicidad.
—¿Qué es lo que hará con ella señor?
—Hay un hombre en Ancara que pagará muy bien por una niña de esas características —dijo con una sonrisa dibujada en los labios.
—Creo que no lo comprendo.
—Crispina, la esposa del gobernador de Ancara no ha podido dar a su esposo un heredero.
Mientras esperaba que sus secuaces alistaran a la pequeña para que luciera esplendida para conocer a su nueva familia, su captor y dueño se esforzaba por alinear una figura hace tiempo descuidada, afeitando su barba canosa e introduciéndose, no sin esfuerzo, en sus mejores galas que reposaban en una vieja arca el sueño triste del olvido.
El espejo no mentía. La figura que se erigía soberbia e imponente era un hombre distinto al malhechor que tenía en vilo a todas las ciudades agigantando su reputación con el vil accionar de terceros. Ahora, cuando el destino por fin reclamaba el protagonismo de una vida que se extinguía lenta como la llama de un candil, estaba listo para decir presente y aferrarse con uñas y dientes a su botín de carne y hueso, peldaño indispensable para codearse con la alta alcurnia.
—La carreta ya está lista señor —dijo uno de sus lacayos, siempre con la mirada hacia abajo, como si tratara con una divinidad—. Aquí tiene a la niña —dijo entregándosela envuelta en una manta deshilachada.
—Esa niña apesta —dijo entrecerrando los ojos—. ¡Limpienla, báñenla! O hagan lo que tengan que hacer —ordenó—. Si llego a ofrecerla así, el gobernador nos decapitará antes de que podamos emitir sonido.
—¿De dónde sacamos la ropa para cambiarla?
—La quiero con el mejor vestido posible; obliguen, amenacen, asesinen a quién sea pero háganlo de inmediato. Nuestro futuro no esperará toda la vida.
Minutos más tarde, una mujer anciana, cuyos años se evidenciaban en las arrugas de su rostro y la dificultad para movilizarse con normalidad, traía en sus brazos a la pequeña Caterina que parecía haber recuperado el viejo esplendor que la había arropado desde su nacimiento.