Melania.
Recordé la noche que escuché cantar a Lady Daisy a la luna llena. Le pregunté por qué lo hacía y ella me mostró que mi pregunta estaba mal enfocada:
—La luna no necesita de mi voz, puesto que no escucha, sino observa —me explicó la mujer. Podía recordar sus cabellos plateados brillando tenuemente por la luz lunar—. Dedico mi canto al bosque, pequeña Melania. Es el mejor oyente que una podría tener. Pero —me miró con sus ojos de un azul intenso como el cobalto— ten cuidado con el bosque, Melania. Porque para él eres una extraña. Él te atrapa, te cautiva y cuando menos te lo esperas estás perdida y has caído en la trampa de quienes lo habitan. El bosque les protege a ellos. Pero no a las forasteras cómo nosotras.
Al principio mi mente de niña no pudo captar aquellas palabras tan sabias y mágicas. Ni siquiera cuando los lobos me persiguieron en mi primer viaje a Holz, ya que en aquel entonces la vida era completamente normal al otro lado del Muro, embelesada por mi fe.
Pero aquel consejo de Lady Daisy llegó a mi mente como un susurro en cuanto desapareció el primer hombre del campamento.
La primera noche pasó con un abrir y cerrar de ojos. Estuve repasando los apuntes de Lucrecia, intentando encontrar un significado que me fuera útil. No obstante, la gran mayoría eran fábulas y leyendas de todas las culturas del continente. Intenté ignorar el pensamiento de lo ridículo que me parecía todo lo que leía. Empecé a darle otra perspectiva. A creer en las palabras y creencias de mi hermana, aunque no estuviera de acuerdo.
El mayor número de leyendas venían de una pequeñas tribu nómada en Suittes. Se hacían llamar Cazadores y era considerada la única civilización actual que cruzaba el Muro constantemente. Las citas del libro hablaban de que esta tribu afirmaba haber avistado criaturas fantásticas al oeste pero varios entendidos contradecían dichos argumentos: se trataba sólo de pensamientos y creencias arcaicas pasadas de generación a generación.
Estuve hasta la madrugada viendo recortes de ilustraciones y citas de los libros que mi hermana había leído. Muchos enseñaban bocetos de reptiles alados del tamaño de un edificio y otros humanoides de tamaños colosales o mezclados con animales. Incluso leyendas de humanos de orejas puntiagudas con habilidades profanas: magia negra. Brujería. De estos últimos había diferentes tipos de razas, o eso afirmaban los apuntes de Lucrecia, pero en conjunto se les conocía como los fae. Mi mirada se dejó llevar por la definición de estos seres y entonces una de las líneas me hizo recordar: “…que emigraron a otro reino invisible con el resto de criaturas mágicas para evitar nuevas guerras con los humanos”.
Mis manos temblaron levemente e intenté reprimir las lágrimas. Recordé una de las últimas tardes con Lucrecia. Cuando me contó su teoría de que el Muro había sido construido para separarnos de seres no humanos. Seres que la humanidad no estaba preparada para conocer. Y ahora, después de no creerla, me encontraba justo al otro lado, en un lugar totalmente desconocido. ¿Todo lo que me dijo sería cierto?
No pude controlar la alteración de mi pecho. Mi fe y las teorías de mi hermana estaban librando una gran batalla en mi mente. Tanta contradicción. Algo no estaba bien. Mi lado de escritora comenzó a hilar puntos. Habían muchos huecos argumentales en la historia. Pensamientos que hacían contraste con otros.
Entonces saqué del interior de mi escote el colgante de cenizas y observé los pétalos de su interior. Mis manos temblaron levemente. La blasfemia parecía estar siguiendo allá donde fuese. Daba igual todo lo que intentaba ignorarlo. Algo muy extraño estaba sucediendo y mi fe por el Gran Poderoso no podía explicarlo.
Cuando sentí a Briccio acercarse hacia la tienda, escondí las anotaciones de Lucrecia debajo de mi almohada y apagué mi vela. No volví a encenderla y cerré los ojos, intentando dormir. A las horas la angustia permitió a mi mente. De los que se sienten como si algo o alguien hubiera hecho un corte en tu vida sin tu consentimiento.
Me despertaron las voces de los hombres del rey. Estaban alterados. Unos llamaban a otros y todos corrían hacía un lugar. Escuché la cama de Briccio crujir y supe que saldría a fuera para ver lo sucedido. Me vestí tan rápido como pude, más abrigada y humilde que bella. Cuando salí de la tienda mi mirada se encontró con todos los hombres haciendo un círculo en uno de los puntos de la muralla de madera que habían construido en el día de ayer.
Me acerqué y los murmullos empezaron a convertirse en comentarios de preocupación.
—Ha desaparecido totalmente, sin dejar rastro. Llevamos buscándole durante dos horas, pero no queremos introducirnos demasiado en el bosque.
Escuché como uno de los hombres encargados de la guardia le explicaba a Briccio, quien miraba al suelo con su semblante casi pálido. Se estaba mordiendo el labio inferior levemente.
Me acerqué y me abrí paso entre los hombres, quien al notar mi presencia se hacían a un lado.
—Quiero que dobles la guardia. Nadie se quedará solo a partir de hoy, permaneced en dúos incluso para ir a orinar.
Entonces vi lo que todos estaban mirando incrédulos. En el suelo alguien había apartado todas las hojas secas, dejando un círculo perfecto de tierra. Al rededor habían cinco piedras completamente redondas y lisas unidas por una tierra blanquecina que dibujaba una estrella de cinco puntas. En su centro había una pequeña estatuilla tallada de madera pálida: representaba a un hombre corriendo asustado, con el mismo uniforme que un caballero kältiano.