Melania
La esperanza del reino de Kälte. La imagen y semejanza de la reina Almaia I de Holz. La futura reina… Yo, en definitiva. No obstante, la realidad sobre mi persona era completamente distinta, ya que sobre mis hombros se encontraba un gran peso que ni siquiera yo misma había colocado. Una carga que no podría sostener por más tiempo.
Crecí entre el seno de la esperanza del pueblo y, sobre todo, de la de mi padre. Contemplé como la imagen de mi hermana se marchitaba día tras día y la mía, sin embargo, florecía a su lado. En el fondo aquello no me complacía, por muy orgullosa que debiera sentirme. Y una cosa tenía más que clara: mi hermana era lo único que tenía en esta cruel vida. En ella veía un gran ejemplo a seguir. Su valentía y mentalidad crítica me producían admiración. Poseía sin lugar a dudas algo que yo no tendría nunca: una capacidad de deducción casi instintiva. No obstante, a pesar de tener un talento innato para mandar y reinar, padre nunca vería en Lucrecia una candidata perfecta para el trono y no porque no supiera que era completamente válida, sino porque el pueblo nunca aceptaría y respetaría a una mujer maldita y menos a un fantasma.
La política que existía entre reinos nunca llegó a importarme y, además, mi interés se redujo cuando Daisy me enseñó el gran mundo de la literatura. Ya nada merecía la pena. Nada me llenaba más que un buen libro. En cuanto fui capaz de leer con fluidez no pude parar. Aprendí de Lady Daisy a esconder los tomos bajo las telas de mis vestidos para leer por cada rincón de palacio sin ser vista. Incluso llegué a coser bolsillos internos en la mayor parte de mis faldas. Así que prácticamente siempre llevaba un tomo encima.
Entonces, un día una pequeña llama se encendió en mi corazón: quería hacer lo que hacían los escritores de los libros que leía. Deseaba crear mi mundo, mis personajes, mi historia… Necesitaba escribir. Mi ser exigía que todo lo que mi mente había creado fuera plasmado en papel y tinta. Fue en ese momento cuando comencé a crear mi gran secreto. Cada noche, a la hora correspondiente, el servicio apagaba cada vela encendida en palacio como si fuera un ritual espiritual. La mujer encargada de la noche del viernes, cuando se disponía a hacer su labor en nuestra alcoba, traía siempre introducidos entre toallas limpias frascos de cristal con tinta en su interior y papel artesano envuelto en cuero. Yo, ante eso, acababa cerrando el trato cambiando mis útiles de escrituras por una bolsita llena de monedas de oro. A veces, si la mujer era considerada, añadía unas cuantas velas de tamaño medio por si el resto de criadas notaban la falta del alumbramiento que era colocado a diario en el dormitorio.
Pasé tantas madrugadas en vela que ya perdí completamente la cuenta. Lucrecia llamaba a mi hábito literario Las mil y una noches de Melania y si ambas teníamos la necesidad de hablar de ello con gente presente sustituíamos la palabra escritura por la de corsé, debido a que este último era el principal escondite de mis escritos. Era sumamente gracioso ver el rostro de confusión de los criados al escuchar nuestras conversaciones sobre ropa interior. Sin embargo, aquellos diálogos sin aparente sentido incentivaron la errónea creencia de nuestra locura, que llegó a oídos de padre. Pese a la aparente preocupación que podía contemplar en los ojos de Guillermo, supe que los rumores creados por los sirvientes no eran más que una pequeña sombra detrás de los verdaderos problemas que poseía. El pueblo se marchitaba día tras día, lo que provocaba la lenta caída de nuestro reinado. Kälte era como una gran pirámide y los pilares de la base comenzaban a caer uno tras otro. Eso significaba que la cumbre, es decir, nosotros, se desplomaría junto con el último cimiento derrumbado. La presión estaba ya a punto de aplastar al rey. El pueblo exigía la unión con otro feudo para evitar la completa ruina y eso significaba una sola cosa: los habitantes exigían mis nupcias.
La noche del reencuentro con padre fue lenta y a medida que los minutos pasaban mi pecho se contraía más por culpa de los nervios. Lucrecia estuvo en lo cierto y en cuanto Guillermo se armó del valor suficiente pronunció la gran noticia: el gobernante de Holz estaba interesado en mi mano. No estaba lista. Aún no. Apreté fuerte entre mis manos el libro que se encontraba bajo mis faldas, aguantando la mirada sobre el rostro de mi padre y manteniendo una expresión neutral, pero forzada. Mis labios se paralizaron, siendo incapaces de pronunciar ninguna palabra. Entonces, Lucrecia entró en acción con su gran habilidad para el engaño. Supo leer mi semblante. Escuchó los gritos de ayuda de mi mente y en cuanto padre e hija se apartaron de mi vista no dudé en escaparme del comedor con un porte exquisito y refinado. En cuanto mis pies pisaron un pasillo vacío, la princesa Melania III de Kälte desapareció, permitiendo a Melania —y solo Melania— correr lo más rápido que sus piernas le habían permitido jamás.
Al entrar en mis aposentos me apresuré a buscar mis manuscritos y en cuanto los hallé, terminé abrazándolos tumbada en la cama. No quería conformarme con lo que se me imponía, pero demasiadas vidas dependían de la mía. No tenía otro camino que tomar. Debía dar mi brazo a torcer y cumplir los deseos de mi padre, por muy triste que acabara siendo mi destino.
Desperté junto con el amanecer. El gran oleaje de sentimientos que experimenté por la noche aún seguía bañando cada tramo de mi pálida piel. Sin embargo, se sentía ligeramente diferente. El frágil dorso de su mano acariciaba mis mejillas con la delicadeza semejante al roce de una pluma y su mirada, gentil y cariñosa, surcaba cada parte de mi rostro.