Lucrecia
—Si le duele avíseme, princesa.
El curandero aplicaba el ungüento de hierbas medicinales sobre las quemaduras de mi hermana con la delicadeza semejante al de una flor. Sin embargo, el semblante de mi hermana no mostraba sentimiento diferente al de la amargura del alma. La pobre chica contemplaba con fijación la ya extinta lumbre de la habitación y estaba ausente de todo lo que le rodeaba. Incluso de mí. Entendí entonces que a Melania no le dolían las manos. A Melania le dolía el corazón.
Guillermo, al ver su estado, comprendió que lo mejor era dejarnos a ambas en soledad. Así que, cuando ya las manos de Melania quedaron completamente vendadas, ordenó al servicio retirarse y terminó por marcharse con andar pesado. Mi hermana parecía muerta en vida. Y más cuando padre nos dio la noticia, al reunirnos, que la princesa partiría junto con él hacia Holz al dejarse ver el alba del día de mañana. Nada parecía capaz de animarla en aquel horrible momento.
Entonces, una idea surgió en mi mente y me dispuse a abandonar la habitación sin que Melania lo percatase. Me deslicé velozmente por los pasillos del tenebroso castillo hasta llegar a una de las pocas cocinas activas que quedaban. La servidumbre, al percatarse mi visita inesperada, comenzó a cuestionarse a qué se debía mi presencia en tal vasallo lugar.
—Princesa, ¿tiene usted hambre? —preguntó una mujer madura y ancha con un tono sereno, pero confundido.
—Aún no, mi estómago tiene un reloj acoplado en su interior. —Ante tal comentario la mujer esperó escuchar el porqué de mi aparición en cocina—. Necesito un frasquito de esencias. El más pequeño que haya en esta cocina. Vacíelo y límpielo con la sofisticada higiene que necesita una princesa de mi renombre.
La mujer siguió hundida en la confusión pero dio paso a obedecer tal raro objetivo que le había impuesto. Cuando regresó a mí con andar airado situó el deseado frasquito sobre las palmas de mis manos como si de una pluma se tratase. El cristal relucía como un pequeño sol, gracias a la gran pulcritud que le había dotado la cocinera. Medía menos que mi dedo meñique y pesaba lo mismo que una moneda de plata. Era perfecto para lo que quería.
—Ha encontrado justo lo que estaba buscando —pronuncié con asombro. Contemplaba el recipiente como si fuera un milagro caído del cielo y pensé por un instante que la mujer creería que estaba completamente loca.
—¿Desea algo más, princesa? —cuestionó la criada, que intentaba disimular su desconcierto de la mejor manera posible.
—No. Y gracias. Mil gracias.
Me adentré de nuevo en los pasillos. Si lo pensaba fríamente aquel laberinto de galerías había sido siempre el escenario de mi vida. Contemplé la gran puerta de madera que dejaba paso a nuestra lúgubre habitación y puse rumbo fijo hacia el tocador. Hurgué, con poco tacto, en cada caja de bisutería hasta hallar con una larga y fina cadena de plata. La contemplé entrelazada con mis dedos y, entonces, la situé alrededor de la boquilla del frasco. Dudé por un instante si aquel humilde regalo llegaría a gustarle a Melania. Intenté dejar todas las inseguridades de lado y continué mi paseo al destino final: el despacho de padre, donde se encontraba ella. Al volver a la estancia ni siquiera me miró e, incluso, diría que se encontraba en la misma posición que cuando me fui.
Me arrodillé ante la inexistente lumbre y con mucho cuidado introduje unas pocas cenizas en el interior del frasquito, cerrándolo al final con un tapón de corcho oscuro. Volví con mi hermana, quien por fin se dignó a mirarme. Colgué el preciado objeto alrededor de su fino cuello, contemplando su asombro posterior.
—¿Hermana? —cuestionó, confundida.
—Para que nunca olvides quién realmente eres. Llévalo siempre cerca de tu corazón —pronuncié para más tarde observar las lágrimas brotando de su bella mirada.
Casi pareció saltar hacia mis brazos, para entrelazarnos en un abrazo. Esta vez lloraba sin ganas. Acaricié su espalda delicadamente para eliminar toda la carga que tensaba sus músculos. Sentí cómo cogió aire para más tarde expulsarlo de su interior lentamente. Se estaba relajando.
—Tenía que haberte hecho caso… Yo… Soy una tonta, Lucrecia. Una niña ingenua —replicó.
Otro hubiera sonreído ante tal comentario. Se hubiera regocijado en su error. Otro hubiera catado la inseguridad de Melania como si fuera el mejor sabor en este mundo. Sin embargo, su amargura era también la mía. Sus problemas también me pertenecían, por mucho que quisiera negarlo. Acaricié su mejilla con la calidez de una madre y, entonces, le sonreí. No había en mí rastro de maldad, solo cariño y afecto.
—¿Qué te dije esta mañana? —Esperó a que yo misma respondiera la cuestión—. Te dejé claro que te apoyaría si te equivocabas. Y mírame, aquí estoy. A tu lado.
Las lágrimas caían como una cascada por sus mejillas y no se frenaron hasta un largo tiempo de sosiego. Pensé que aquel último día ambas lo aprovecharíamos al máximo. Que nos diríamos todo aquello que en un pasado callamos por vergüenza o inseguridad. Pero nada de aquello pasó. La tesitura de Melania solo provocó silencio sobre más silencio. Frío sobre más frío.
Observé a mi amado Kälte desde la ventana más alta de palacio y contemplé al grupo de caballería partiendo hacia el horizonte. La melena color cobre brillaba como un pequeño sol gracias a las primeras luces de la mañana. Supe entonces que aquel amanecer, en el que mi hermana se iba, se convertiría en el más triste que mi memoria podría recordar jamás.