Entonces a la Madre se le secaron los ojos de tanto llorar, el mar de su alma se había evaporado, el dolor que le oprimía el pecho subía por su cuello, estrangulando toda esperanza.
El cielo se oscureció, el día y la noche se fundieron en un solo cuerpo y en ese mismo instante la tierra ardió. Ardieron los campos, los bosques, los cerros, cuna de animales, aposento de la vida silvestre.
Fue entonces que la Madre enloqueció, intentó lanzar un grito de auxilio, pero, su garganta estaba tan seca, que en vez de acudir el sonido, acudió el humo de la desesperación.
¡Hijos que arrulle en mi seno, ayuden a su pobre Madre, apaguen este dolor! Como suele suceder acudieron los hijos que menos tenían, a los gritos de la Madre en su agonía.
¿Cómo apagar el fuego? Pues la Madre ya había vertido hasta la última gota de su alma líquida. Entonces los hijos recordaron que sus cuerpos estaban hechos del mismo líquido, material del alma bendita. Cortaron sus cuerpos, vertiendo el líquido de la vida y de esta manera ahuyentaron al fuego que todo lo consumía.
La moraleja de este cuento es que a veces da más, el que tiene las manos vacías