Volver a mi pueblo natal a convivir con mi madre no es una buena idea, y es lo único de lo que he estado segura desde hace mucho tiempo. Ser hija de padres separados nos divide automáticamente en dos. Dos hogares, dos regalos de cumpleaños, dos personas compitiendo por ganarse nuestra preferencia. En muchos casos es realmente irritante, y también lo es en el mío. Han pasado tres años desde que decidí mudarme con mi padre a la ciudad de Buenos Aires. Nunca fui clara con respecto a los motivos que di para tomar tal decisión. Los habitantes del pueblo que abandonaba se encargaron de hacer correr diversos rumores sobre mi mudanza; todos falsos: que estaba embarazada, que una fuerte discusión con mi madre rompió nuestra buena relación, o que mi padre tenía una grave enfermedad y debía cuidar de él. De pronto mi nombre estaba en boca de todos, pero sólo yo y alguien más conocemos el verdadero motivo de tan repentina desaparición.
A pesar de discutirlo muchas veces durante la última semana, papá insiste en ser él mismo quien me lleve a Villa Tore, pero lo cierto es que prefiero cargar mi valija a un caballo y llegar trotando a que mi padre tenga que hacerlo. Escucharlo discutir con mi madre es algo que di por sentado que no sucedería más desde el día en que se distanciaron, y no quiero que este viaje sea un nuevo motivo para que lo hagan. Además, aunque no se lo he dicho, estoy realmente enojada. Sus nuevos planes en el trabajo y la noticia de que tiene que mudarse unos meses a España por cuestiones laborales han arruinado los míos. Desde mi huida jamás volví a casa, y hacerlo me genera una ansiedad espantosa que no sé si podré controlar.
La entrada del pueblo está cambiada, y ahora un enorme cartel curvo recibe a los visitantes. "Bienvenidos a Villa Tore" es lo primero que se lee, para luego descubrir un lugar tranquilo, ni muy grande ni muy pequeño, con casas parecidas entre sí como si a todas las hubiese diseñado la misma persona, calles anchas, árboles enormes y viejísimos, y un silencio particular a la hora de la siesta. A pesar de que las circunstancias me hayan obligado a abandonarlo, y de en ocasiones pueda resultar un lugar aburrido, es mi rincón preferido de la Argentina. Está ubicado al sur de la ciudad de Buenos Aires y es allí donde nací, crecí y viví hasta mis diecisiete años, lo que lo hace para mí tan especial.
La carretera de entrada lleva directamente a la zona donde vive mamá. Dos calles más allá se encuentran la escuela en la que me formé y el centro del lugar. Nada demasiado extravagante. Y al costado de la ciudad, a unos dos kilómetros, un río profundo al cual sólo se puede llegar bajando unas largas escaleras de piedra, y al cual nunca querría volver.
Ni bien llegamos a la puerta de casa mamá ya está asomando las narices. A juzgar por su cara está realmente emocionada de que su pequeña hija haya regresado. Ojalá a mí me emocionara tanto como a ella. Ojalá algún día me perdone y deje de lado ese pequeño rencor que sé que tiene conmigo por haberla abandonado aquel día, y espero poder olvidar la expresión de su cara cuando llegué corriendo a casa y le anuncié mi desesperada decisión.
—Me voy —fue lo único que pude decir mientras guardaba mis cosas en un bolso que había usado apenas un par de veces.
—¿A dónde?
No lo sabía, así que pensé un momento y la miré fingiendo seguridad.
—Me voy a vivir con papá.
Pero lo cierto es que no estaba segura de nada, sino que por el contrario mi mundo entero se había caído a pedazos. No supe qué decirle, no tenía respuestas para ella porque ni siquiera las tenía para mí. No quise hacerlo, no quise decepcionarla ni mucho menos lastimarla. No encontré otra salida, porque ni siquiera creía que la hubiera. Estaba asustada, desesperada, y hubiese hecho cualquier cosa por encontrar una solución, como ella siempre me enseñó a hacerlo. Encontrar una solución sana y buena para todos. Sólo que en ese caso no existía tal solución. Esa vez todo estaba destruido.
Blanca, mi madre, me abraza con fuerza y se aparta de mí poniendo mi cara entre sus manos. Hace dos meses que no la veo. El verano apenas termina y lo he disfrutado al máximo. Hice un viaje con papá y al volver me dediqué a pasar tiempo con amigas, mientras que ella estaba ocupada con su trabajo y no pudo viajar a visitarme.
—Estoy tan contenta de que hayas vuelto. Arreglé todo tu cuarto e hice tu comida favorita para festejar —anuncia dejando mostrar su entusiasmo.
—Lo sé, yo también estoy contenta de verte.
Puedo notar su decepción al decir la última frase. De verla sí, pero no de volver.
Papá baja mi bolso, lo deja en un rincón del living y apenas cruza unas palabras con mamá. Por suerte esta vez no hay discusiones ni reclamos, sólo un ambiente tenso que terminará en cuanto él salga de allí.
—Te voy a extrañar, pequeña.
—Yo también papá. Quiero que me compres un regalo por cada día que estés allá.
—En ese caso no tendría lugar en la valija para traerlos a todos —dice divertido imaginándose a él mismo intentando meter un montón de cursilería en un pequeño cubo de tela.
—Está bien, pero espero que me traigas algo lindo, ¿sí?
—Prometido.
Me da un cálido beso en la frente y luego nos abrazamos. No lo veré por un buen tiempo, su estadía en España podría prolongarse más de lo esperado. Prometimos mantenernos en contacto todo el tiempo y hacer llamadas por Skype todas las noches, aunque ambos sabemos bien que no seremos tan constantes. Él sube al auto y yo lo saludo con la mano desde el porche de casa. Poco a poco el vehículo se hace más pequeño hasta desaparecer por las silenciosas calles del pueblo. Suspiro y caigo en la cuenta de que es hora de volver a empezar. Ojalá esta vez todo vaya mejor.
Tal y como lo había anunciado, mi madre se encargó de preparar mi habitación para que me sienta cómoda, y tal vez para que no se me vuelva a ocurrir salir corriendo. Entro y recorro el lugar con la mirada. Hay una cama en el medio con un acolchado violeta que entona con las cortinas y un sillón que reposa en la esquina, testigo de largas noches en las que me quedé a estudiar por no hacerlo durante las tardes en que debería haberlo hecho. También de los enormes libros que me devoraba de una vez, quedándome atrapada en las historias y deseando que nadie me moleste en mis viajes con la imaginación. Leer me teletransportaba, y lamentablemente ya no lo hago como antes. He perdido ese bonito hábito, como también el gusto por las historias de amor. Arriba de la cama hay un almohadón rojo con forma de corazón. De inmediato me acerco para tomarlo entre mis manos y lo guardo en el armario. No es buena idea que eso forme parte del decorado teniendo en cuenta quién me lo regaló. Y entonces pienso en él. Me pregunto qué será de su vida, dónde estará, si seguirá viviendo en la misma casa, en este mismo pueblo, si tendrá el mismo corte de pelo y, lo más importante, si lo volveré a ver. De repente se me hace un nudo en el estómago de sólo pensarlo, pero mamá interrumpe mis pensamientos.