El día de tu cumpleaños llevé un pequeño ramo de rosas y una enorme paleta en forma de corazón a la escuela. No me juzgues, fue idea de Samanta.
Los chicos me ayudaron a esconderlo hasta un momento en el que solo tú y yo estuviéramos en nuestro salón.
Cuando fue así, te dije todo lo que sentía por ti.
Tus ojos se abrieron como platos con cada palabra que iba pronunciando, y apenas acabé, saliste huyendo del salón con la excusa de que llegarías tarde a otra clase.
Nunca antes me había dolido tanto un rechazo tuyo.
Pero es que nunca te habías comportado como una maldita conmigo, o al menos no tanto.
Lo único que me pregunté después de eso fue ¿qué vi en ti?
Me enojé tanto que aventé las rosas a un lado y dejé la paleta en el escritorio del profesor. Planeaba tomar mi mochila y salir a como diera lugar de la escuela.
Pero al cruzar la puerta estabas tú.
Aún tenías los ojos que se te salían. Aún tenías cara de asustada.
Me dijiste que lo sentías, que no reaccionaste bien y que yo no tenía la culpa de nada.
Me dijiste que no me mirabas de esa forma, a pesar de que lo habías intentado.
¿Estabas diciendo la verdad?
Me dijiste que si alguna vez sentías lo más mínimo por mí me avisarías, y que quizá las cosas podrían cambiar.
Pero que justo ahora te importaba más salvar nuestra amistad que hacerte bolas con tus sentimientos.
Y fui un estúpido, pero te creí.
Ver tu cara de esa forma, sonrojada y tan tierna, y tú tartamudeando por los nervios.
No estabas fingiendo. Lo que dijiste era lo que realmente sentías.
Cualquier ápice de enojó desapareció por completo de mí.
Y supongo que te volví a querer.
O que nunca dejé de hacerlo.