Por un deseo

4. Samuel

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El primer muchacho que me hizo llorar se llamó Adrián. Un compañero del segundo grado de la preparatoria, quien era idolatrado por la gran mayoría de las niñas de mi generación, incluida yo. Hechizada era poco para describir cualquier rastro de emoción que mi corazón aclamaba por él, desde la primera vez que lo vi en un partido de básquet bol en el que el alumnado fue invitado a participar, tanto como de jugadores o de audiencia.

Su sonrisa. Su piel. Sus ojos. Su aroma.

No quería perderlo de vista. Me emocionaba las veces que Adrián hacía presencia en mi salón de clases por hacerle favores a los profesores. Me enloquecía la forma en que se escabullía entre los demás estudiantes y aun así, su presencia brillaba como la estrella Sirio en el cielo.

Anhelaba que me notase de la misma manera que yo a él.

Un día, bajo la excusa de felicitarlo por su victoria en el partido contra la preparatoria rival, me atreví a regalarle una caja de bombones cubiertos de chocolates junto a una carta donde le declaraba que me parecía lindo. La mejor y peor decisión que tomé. Un trauma irreversible en el que lo único que me llevé de aquella relación fue conocer la pila de defectos, que según él, yo poseía.

Y lo peor del asunto, que después de romper conmigo porque le interesaba alguien más, continuaba confundiéndome con sus coqueteos.

No le bastó con demolerme sin piedad, sino que cada vez que creía haberlo superado, se aparecía como un fantasma en busca de saldar sus asuntos pendientes. Di gracias al señor cuando se transfirió a otra escuela debido al trabajo de su padre, que por alguna razón, fue contratado en oficinas a mil kilómetros de distancia de San Miguel.

Así, pues, con Iván, la experiencia de un segundo corazón roto, a lo que tanto temía, se volvió realidad; sin embargo, dolió peor.

Aquella experiencia me tuvo sumida en la miseria durante dos días. Salía de casa con los ánimos hasta el suelo. Deseaba que él sufriese igual que yo. Me negué a ver a Lucía, no agarré ni un libro porque me deprimiría leer sobre el amor, y los de crímenes o históricos no consiguieron mi atención suficiente para que captase sus letras.

Con Iván aprendí que si idealizamos a alguien, lo condenamos a decepcionarnos.

El tercer día del proceso de superar un corazón roto, Lucía me visitó en casa. Estuvimos conversando en mi habitación, pero al cabo de un rato tuvo que irse a hacer las tareas de la universidad, no sin prometerme que investigaría más sobre cómo estaba Iván con respecto a nuestra discusión.

Esa noche tampoco salí. Mi tía Hermila me dijo que Don Miguel se la había encontrado cerca de la casa de la señora Rosy y le preguntó por mí. Ella recalcó que debía saber controlar mis emociones y no sentirme apaciguada por ningún hombre. Mi mamá, por su parte, me pidió ayudarle para distraerme.

Un rato después, mareada de ver tanto número, quedé agotada en el sofá de la sala, sin ganas de moverme a mi habitación y por fin concilié el sueño.

(...)

—¡Meztli, despierta! Nos dormimos y es tardísimo. ―Fueron las primeras palabras entonadas por mi madre la mañana después de habernos desvelado.

Mis párpados pesados, se negaron a abrirse por completo ante la intensidad de la luz del exterior que se colaba por las ventanas. La espalda me dolía debido a la incomodidad de los cojines durísimos.

—Nos atrasamos una hora, Meztli —avisó mi mamá desde la cocina. Se colocó el mandil en la cintura y empezó a ponerle agua y harina a la masa—. Hace quince minutos debiste haberte ido para entregar los pedidos. Hermila, nos hubiese despertado.

Mi tía, ocupada pelando zanahorias, se encogió de hombros. —¿Qué querías que hiciera, Azucena? Si te dormiste a media madrugada. Bien sé que cuadrar cuentas cansan a una, por eso me adelanté, sin problema. Que se vaya Meztli a entregar lo que hice y dale la lista de lo faltante para que ahora sí pase con Evelio.

Mamá caminó hacia la mesa de la sala. —Sí, Hermila, pero le he dicho que usted está grande y no debe estar metida en la cocina, luego se le hinchan las piernas y los pies.

Obediente, a duras penas, me levanté del sofá y fui directo al espejo situado encima de la mesa, junto al estante donde guardábamos los platos y vasos. Me costó reconocerme. Mis cabellos, mal peinados, asemejaban a los pelos de la escobeta que usábamos para barrer la calle. Intenté acomodarlos detrás de mis orejas y aplacar las greñas anudadas de mi nuca. Un par de ojeras hundidas se amoldaban debajo de mis ojos, y con la yema de mis dedos las palmeé para calmarlas.

—Soy vieja, no un florero inservible, Azucena. Tengo manos y piernas que todavía me sirven —respondió mi tía Hermila, tajante. Discutir con ella era cansado e innecesario. Mi tía siempre conseguía tener la última palabra en cualquier discusión—. Xóchitl me ayudó un poco antes de irse a dejar a la niña a la guardería.

—Aun así usted no debe hacer esas cosas —instó mi mamá, exhausta. Estiró la mano y me entregó un pequeño papel donde anotó la lista que necesitaba para la venta, y el monedero de tela—. Meztli tú apúrate, ve a dejarle el pedido a Laura y de ahí te vas a dejar los demás. Con Evelio compra tres kilos de tomate, uno de cebollas y la cabeza ajo entera. Dile que te venda medio kilo de quesillo, no de crema.

—Ma, pero ni me he bañado. Estoy con la misma ropa de ayer, y huelo mal.

Odiaba la sensación de la grasa en mi cuerpo por la mañana.

Ella dio un reparo a mi persona, y me lanzó una mirada de completa desaprobación. —Ve rápido, Meztli. Enjuágate las axilas en el lavadero, échate limón, péinate y vete así. Nadie te verá, regresas y te bañas. Órale, que ahora si perderemos clientes.



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En el texto hay: mexico, romance, personajeliterario

Editado: 30.08.2024

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